Bienvenido. Welcome. Bienvenu. Willkommen.

Que vivimos en tiempos furiosos. Que no nos toleramos a nosotros mismos ni por un segundo. Que nos han enjaretado las ineptitudes de nuestros padres. Que nuestras naciones parecen rellenos sanitarios.
En medio de todo, yo escribo. Me siento faro ante la tenebrosa noche. Me siento falo, derechito para el cielo. Ésta es mi vida, mi carro, mi escuela, mi casa, mi trabajo. Ésta es la huella que tú, por certeza o por pereza, has decidido también acoplar a tu paso.

martes, 3 de diciembre de 2013

Te veré en el desayuno?

la nuestra no es cuestión de amor, es cuestión de calor

descendiste de tu automóvil y lo supe
el paso felino de tu andar y se acomodó la certeza
tomó una sonrisa, la noche perfumada de tu pelo y lo que tarda un semáforo
para ya no poder ponerlo en duda

enfriamos las preocupaciones en un par de cervezas
y llegó la merienda para compartir
éramos dos hambres inquietas

cuando llegó la cuenta y con la situación ya más que tibia
le pagamos a la suerte sin mirar
no subiste sola a tu automóvil

zigzagueaste conmigo, entre la superficie y lo profundo
de las calles, de nuestras vidas
hasta que por fin, estacionaste en mi cuarto
intermitentes, los besos y el tacto
nos supimos en un jardín de muchos fuegos
con nuestras ropas floreciendo en el piso
desconocidos horas antes
cómplices con el instante

no, lo nuestro en ningún momento fue cuestión de amor

ahora,
con tu rostro apagándose en mi pecho
no puedo dejar de preguntarme

si te veré para el desayuno

martes, 26 de noviembre de 2013

Por alguna extraña razón me enamoré de él

Por alguna extraña razón me enamoré de él. No hubo nada extraordinario en nuestro encuentro. Éramos todos, personas normales, era un domingo por la mañana en el parque, no hay nada más ordinario que un domingo por la mañana en el parque. Y sus rescatistas me contaron su historia y le vi persiguiendo su nudo para morder y le guíe un rato, paseando. En esos momentos, ya lo sospechaba. Pero para cuando llegué a mi casa, estaba enteramente convencido. Algo en él, era algo mío. Era espejo. Un espejo en cuatro patas y pelaje negro, pero espejo al fin y al rabo.

Soy sincero cuando digo que no creo en el destino, en un resultado predeterminado de esta tirada de dados que es la vida. Pero creo en la fortuna, creo en una predisposición del universo para que se catalicen las acciones que poco a poco vamos procurando. Siembra y con fortuna, estarás cosechando. En mi caso, dale like a una foto de un canino hermoso en Facebook, hazle caso a las instrucciones, contacta a su rescatista, agenda una cita para un paseo, y terminarás adoptando a un compañero de vida.

Y tengo que admitirlo, no creo que existiera un destino escrito para nosotros. No hay ninguna roca metafísica en otro mundo que lea este hombre y ese perro juntos. Pero tenía veinte años añorando una oportunidad de querer a alguien como él y la mera fortuna que tuvimos, nos puso en el mismo parque, a la misma hora, con los mismos amigos. Sus rescatistas, que bien pudieran haber sido los míos.


Lo digo porque considero que ambos cojeamos de la misma pata, estamos heridos con las mismas balas. Los dos nos hemos vuelto unos discapacitados para el cariño y amor, por lo menos, del tipo pronto y con confianza. Los nuevos amigos son una empresa titánica. Lo viejo es lo único pero queda poco. No estamos ancianos, pero sí cansados. Y tristes. Le pusimos mucho corazón, y vimos nada de vuelta. De los dos no se hace ninguno. Y el tiempo. El tiempo, dicen, lo cura todo. Yo digo que el tiempo hace que crezca algo. Una planta, una amistad, un amor del bueno. 




domingo, 10 de noviembre de 2013

El Amor no se piensa, se hace

Palabras para unos grandes amigos para celebrar su gran amor y su unión el 9 de Noviembre del 2013. 

Para Alex y Paola

Buenas noches, damas, caballeros, familia y amigos de Alejandro y Paola. Cuando me invitaron a compartir estas palabras, me sentí halagado. Ya me veía yo, cómo en cualquier comedia romántica siendo el padrino, el mejor hombre, compartiendo un buen consejo, una anécdota chistosa, en fin cualquier cosa. Y que los invitados al final me aplaudirían. Sin embargo, será cuestión de unas pocas semanas me di cuenta de algo. ¿Quién carajos soy yo para pararme frente a ustedes y hablarles de matrimonio? La cosa es que ya sea para aconsejar o hablar bien del matrimonio, creo que soy la persona menos indicada. Hasta hace unos cuantos meses, días quizá, siempre he sido considerado por todos y por mí mismo un ferviente antagonista de la institución como tal. Pero antes de claudicar por completo, me dije a mí mismo: “Bueno, no se de matrimonio, no me gusta ni la palabra como tal. Pero qué suerte para mí, que yo no voy a celebrar el casamiento (hasta en sinónimos suena mal para mí), voy a celebrar que se quieren un montón. Que en mi vida, sí puedo decir que son ejemplo de amor.”

Y bueno, quiero compartir la frase más bonita que me han compartido sobre el amor. Me lo dijo alguien hace tiempo ya, y siempre se me ha quedado muy en mente. Y es:

El amor no se piensa, se hace.

Y lo bonito para mí de esta frase, es que no sólo puede ser tomada por la urgencia que aparenta. Es decir, no sólo es una frase que le diría uno ya borracho y los pantalones abajo, a la señorita para que no ponga resistencia y se ponga en modo cooperativo. Para mí, esta frase cobra su belleza cuando la tomamos como una invitación de hacer amor. No sólo hacer el amor con alguien, pero hacer “amor”. Y ¿a qué me refiero con esto?
A que el amor dejar ir a tu amado a jugar videojuegos con sus amigos. Es acompañar a la esposa en su más reciente logro profesional. Es también agarrarle la mano cuando este pujando para ser mamá. Es tomarse de las manos. Es comerse a besos. Es escuchar al esposo cuando quiere desahogarse por tener un jefe nefasto. Es comprar una casa o mejor, adoptar un perro juntos. Es lavar los platos, tender la cama, llegar cansado de la oficina y todavía tener ganas para un poquito de pasión. Y sigue, y sigue, y sigue. El amor es todas estas acciones que se deciden hacer para, con y hacia la otra persona. Hacer para alguien más, antes que a uno.

Y esto me lleva a una cuestión muy importante. La decisión. Y es que para actuar hay que decidir. El amor se hace, no se piensa. No está cuando piensas en la otra persona, sino cuando haces, cuando acciones con la otra persona. Díganme si quieren que me equivoco, pero esto es solo para Alejandro y Paola. Y es esa decisión la que creo que se lleva el mérito en este caso, su caso. Porque tanto, Alex como Paola, ambos por separado y solos, son excelentes personas, de carácter y fuerza, y bajo cualquier circunstancia es totalmente posible que vivan el uno sin el otro. No se necesitan, no hay nada real, solo meramente simbólico que los ate el uno al otro. Pueden vivir felices el uno sin el otro. Cada quien su lado. Y sin embargo, y aquí está lo bello. Es que no quieren hacerlo, han decidido no hacerlo. Creo que es la decisión que los convierte en los más vulnerables. Se están compartiendo enteramente, porque sí ya se amaban antes ahora ya lo hacen ante la autoridad, la de allá arriba y la de aquí abajo. Y se han rendido. Se han rendido uno al otro, y qué cosa más bella. No hay muros entre ustedes ya. Y día con día, han estado decidiendo que no los haya. Día con día han decidido por el amor. Me quito el sombrero.

Para finalizar, agradezco el honor de que me hayan invitado a compartir algo en este espacio. Por mi parte, y creo que hablo por todos los presentes, les digo que apoyo enteramente ese amor que han decidido y que espero seguir estando ahí, para celebrar sus siguientes decisiones. Cualesquiera que sean. Así que por favor, acompáñenme levantando sus copas y brindemos por el nuevo clan Ruiz Cervantes. Por Alex y Paola. Con amor.

Salud. 

viernes, 16 de agosto de 2013

Mi generación, así dice la canción.

Estoy harto de tener las mismas conversaciones con la gente mayor de 50 años, la supuesta "anterior y más noble" generación. Estoy tremendamente harto y hasta el cogote de qué me digan qué el mundo solía ser más fácil, que la juventud de estos días ya no tiene valores, que las instituciones han fracasado, que es nuestra culpa por andar de alebrestadores y manifestadores, que hemos perdido el buen gusto y el arte de calidad. Estoy hasta la puta madre que me digan que somos la supuesta "generación pérdida", me caga harto que nos culpen por la crisis y todos los calificativos que se le puedan atribuir, y sobre todo me emperra que mis congéneres consientan la denuncia y se comporten de tal manera que le rinda honor a cada una de las estupideces que nos designan. 

Yo nunca he bombardeado a nadie, ni he requerido de campos de concentración. El petróleo lo comenzaron a usar hace dos siglos y no en el 2000. Yo nunca consentí el asistir a un lugar público "sólo para blancos". El narcotráfico no fue mi invento. Te hice caso y fui a la universidad como también tú lo hiciste. El que abusó de mi madre fuiste tú, con tu machismo. La que permitió todos los abusos de mi padre, fuiste tú. Yo no estuve ahí cuando se descubrió la bomba atómica. Yo no estuve ahí en Tlatelolco durante el 68. Tenía apenas 5 años cuando se levantó el EZLN y apenas 3 años después cuando Acteal, y tú te quedaste parado a mirar. 

Que la vida es dura, que ya no hay trabajo, que las cosas no son tan buenas como eran antes. Todos esos son meras consecuencias, quién crees que fue la causa? De seguro, yo en pañales. De seguro, yo en el vientre.

Por eso, no me hables cómo si el vicio, la rabia y el exceso fueran inventos de este siglo. No me vengas con tus argumentos sin vigencia. No vuelvas a decir que eres sabio y que tengo que escucharte. Que es esa tu sabiduría, y su cagaderito, lo que tengo que limpiar yo. 

Tú eres él que no se la pudo mantener guardada entre las piernas. Yo tampoco me la puedo guardar, pero sin pelos en la lengua digo VIVA LA ANTICONCEPCIÓN. 

En fin, no estoy aquí para quejarme, estoy aquí para vengarme. De tus miedos, de tus censuras, de tus rencores, de tus facturas, de tus matrimonios y tus divorcios. Y lo voy hacer viviendo bien. Lo voy a hacer en campo virgen, donde no existan tus huellas. Porque este es mi tiempo y mi generación. Porque soy desempleado, porque trabajo y estudio, porque me pongo condón, porque uso Internet, porque sueños con un mundo mejor, porque no hay nada ya por descubrir, pero siempre lo puedo hacer todo de nuevo y mejor. 

viernes, 9 de agosto de 2013

Donde quedó el mapa para llegar a cualquier lugar. Las coordenadas siempre solían estar tan cuerdas.
Pareciera que lo he perdido.

Después de ver a la familia partir al otro lado del río.

De ser testigo de la descomposición en vida del cadáver de mi padre.

De que los sueños se trastornen y se vistan de farsas y salgan a embriagarse por las noches.

Aquí no hay moraleja, ni final tan esperado.

Es sólo un resfriado más.

Uno que sólo con mezcal se calma.

jueves, 25 de abril de 2013

The killers got me killed...


I got soul, but definitely not a soldier...

Quiero hablarte, no de las mujeres, sino de la mujer. No de cualquiera, sino de ella. Sin tomar en cuenta nombres y lugares, terminamos sujetos a la simple esencia de las cosas. Ella es esa mujer sucediéndote por primera vez en la vida. Nunca te has topado con alguien igual. Las demás, sin importar el nivel de compromiso, han sido juegos y entrenamientos. Pero ella, es las malditas olimpiadas.

Es una mujer que, cuando la miras, es fácil decir que le provoca una erección al espíritu. Cada fibra de tu ser se alerta. Desde el momento en que te encuentras con ella hasta el momento de su partida, existe solo el vaivén de adrenalina más intenso que te ha sucedido en meses. Te hace rememorar la oscuridad a contra luz de un escenario, o la intensidad del momento justo antes de chocar sobre tu carro o, incluso, la persecución de aquel condenado Rottweiler que, cuando se suelta, te hace agradecer por tu par de piernas. Y por supuesto, cada vez que contemplas su cuerpo, te preguntas por qué tus congéneres necesitaban catedrales para adorar a Dios, teniendo tú, semejante obra enfrente.

Entonces, infatuado por el flujo suprarrenal, te acercas a ella. No sólo en el espacio, sino en el afecto y la palabra. Das cuenta tanto de su cojera emocional y de su nariz un poco chueca. Haces un acercamiento a la epidermis de sus sueños y notas las imperfecciones más comunes. Como si, ante tus ojos, el misterio de lo divino fuera encarnando en un cuerpo tibio y dulce. Eso solo se te antoja más excitante. Porque la belleza del universo ahora tiene forma y coincide perfectamente con la silueta y el contenido de la mujer que tienes justo enfrente.

Un momento después, se convierten en dos. Tú y ella, uno junto al otro. Ella le da otro sorbo a su cerveza y tú tratas de guardar compostura. Nunca le has dicho que te gusta, pero confías que tu torpeza y el forzar de tus piropos te hayan delatado por completo. La sabes mujer y te sabes aún más tímido.

Pero te aferras.

A su alrededor suceden canciones y los amigos. Siguen pasando el tiempo y los automovilistas. Las palabras se aventuran fuera de las bocas, el sol sigue descendiendo. Ella se convierte en la calma sobrepuesta al estrépito en tu pecho. Te sientes seguro, confiado. Vas a besarla en la primera oportunidad que tengas.

Todavía no.

Es viernes por la noche y están apretados entre la multitud, viendo un concierto. Y no sabes que ruido es más fuerte, el que se produce en el escenario, el propio de la multitud o el ruido que se quiere escapar de tu pecho. Por primera vez en la velada, sientes que pudieras perder el juicio, que pudieras tomarla entre tus brazos y dejar cualquier pretexto atrás. Sobreponer tus labios a los suyos. Y decirle lo que te has guardado desde el primer momento en que posaste tu mirada de cachorro sobre su piel morena. Pero por alguna puñeta mental decides dejarle los besos al azar.

Es tarde y atraviesan la ciudad. Llegas al bar con ella de tu brazo. Saludan a las caras conocidas y se instalan en la mesa. Ella de un lado y tú, del otro. Con una inmensidad de cuerpos, botellas y vasos, humo de cigarro, luces y notas musicales, de por medio. Se te antoja que ella se encuentra cada vez más lejos, cada vez más disuelta en aquélla inmensidad que no eres tú.

Y ves, con tus ojos de perrito, como ella se entrega por completo a la noche. Te recuerda a una luciérnaga. Sigues buscándote los huevos en la entrepierna, cuando llega el otro. Si, el otro. Ese bastardo que se mira con ella de viejos amigos y que con autoridad enteramente celestial, le pone las manos encima. Y ella acepta totalmente, carajo. Continúan con sus malabares amorosos durante unas cuantas canciones más. Te encuentras los huevos, los tienes hasta la garganta. El beso que debía ser tuyo esta noche, es de alguien más. 

No puedes aceptarlo.

Con  los pocos dejos de dignidad que te quedan, permites que tu ebriedad tome forma. Te acercas a ella con firmeza. Le susurras al oído las mejores tres palabras que podrías escoger en ese momento. Ella te mira extrañada, después de todo tú la ibas a llevar a su casa. No eres tú, sigues hablando. Disgusto y enojo se van asomando en sus ojos. Logras hacer que un par de lágrimas resbalen por su rostro.

Con el corazón ebrio y dolido, te subes a tu carro. José Alfredo y Chabela te hacen compañía con historias que bien pudieran ser canciones o bien pudieran ser la tuya. El aire de la noche no está más frío que el amargo sabor de tu derrota. Poco a poco, los acontecimientos minutos antes se abren paso en tu cabeza. Sí, le dijiste que a la verga. Sí, si le dijiste que no ibas a ser el pendejo de nadie. Pretendes que no te importa. Que sin ella estas mejor. Que para que quieres andar jugando con golfas. Golfa, te gusta como suena. Pero te quiebras, y por estimulo de la bebida juras que solo es una mala película de ciencia ficción. Que mañana, igual le marcas, no a ella, sino al doctor Emmett Brown. Tomar un DeLorean a una época donde si amanezcas en su piel. 

Han pasado desde entonces sesenta y siete días. Y sí, llevas la cuenta de todos y cada uno. No has sabido nada de ella desde entonces.


domingo, 24 de marzo de 2013

Soneto #1 Ponerse bien chido


En jardín prohibido, la manzana
En árbol de idiotas, la media naranja
Pero en un mundo repleto de zanjas
Regálenme algo de marihuana

Y volar de esta condición humana
Donde los sueños ya crecen en granjas
Y el corazón se resigna a vestir franjas,
Overol de la causa más insana

Me reportaré enfermo al trabajo
Me fumaré varios gallos en silencio
Mierda! Con tus industrias y tu cárcel

Me olvido de mis frutos y al carajo
Este aliento se tornará inmenso
Y mi libertad ya no dará cuartel

Debiera ser el hombre más triste del mundo


La puerta se cerró y un silencio. Poco a poco la tarde se hizo más chica. Raíces de un deseo enterradas en su pecho. Ojalá su cuerpo le perteneciera a otro. 

Vio casi cumplido ese deseo. Sus pies y manos le engañaron para colocarlo detrás de aquella barra tan habitual y familiar. Tomó una botella cuya etiqueta bien podría decir whiskey, o bien podía decir quimioterapia. Brindó, a la salud de los ausentes. Su futuro, sus hijos en la universidad y su ex esposa volviéndose a casar.

Se miró a sí mismo en el destello del licor. Ojos rojos y cansados.  Una sonrisa involuntaria cuando se dio cuenta que tenía los brazos de su enfermedad, colgados en sus hombros a manera de abrazo.

¿Se puede hacer mucho en seis meses con un cáncer? Puedo llevarlo al cine. Compartir con él mujeres y cervezas. Puedo llegar a deshoras y nunca oírle ni un reproche. Para él, nunca habré llegado tarde o habré olvidado cumplir con algo.  

Se preguntó si aquél tumor  era de él. O si él era del tumor.

Cuando llegó a su casa, solo le quedaron aquella puerta y el silencio. Y ese cáncer, el más bello del mundo porque es suyo. Ese cáncer, el más cruel del mundo porque es suyo.

viernes, 1 de marzo de 2013

Pas suffit

Como parte de mi carrera en Ingeniería Ambiental, la cual estoy finalizando en el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente (ITESO) en Guadalajara, Jalisco, tuve la oportunidad y experiencia de participar en el Proyecto de Aplicación Profesional (PAP) de Inserción de Verano, durante el verano del 2012. Durante dos meses me inserté en la comunidad de Santa Teresa, comunidad de indígenas coras en la Sierra Madre Occidental en la parte norte del estado de Nayarit. Ahí realicé actividades profesionales para desarrollar acciones que beneficiaran a la comunidad desde mi área de conocimiento. La siguiente es una reflexión nacida a partir de todo este proceso. 

¿Fue suficiente? Cada mañana, cada vez que arrancaba la camioneta, cada vez que me prepararon una comida, cada conversación al final del día. Fui yo, no fui yo, quién fui.
Ahora ya tengo 23, y ¿qué son 2 meses? Una crecida en la cascada, una oportunidad tomada, un malestar estomacal sufrido, cervezas y cigarros y latidos que compartimos. Y no. No fue suficiente. Ni mi servicio entregado, ni el amor recibido. A cada experiencia le corresponde un vacío. Se puede llamar hambre, o bien se le puede llamar sed. Estoy bastante seguro de ello. Mis compañeros me lo confirmaron. 
A mis 23 y en mi ingeniería, lo que existe en esta certeza mexicana, es que no es suficiente, que hay hambre y sed en todas las dimensiones de la vida además del cuerpo. 
Hemos pagado la renta de nuestro país, de nuestra casa, de nuestra escuela tanto tiempo; que nos urge, me urge tener algo propio. Quiero ser dueño de mi vida. Del cigarro que me fumo, de la cama que comparta, del techo que me da asilo, de las horas de clase que tengo de lunes a domingo. Ser dueño del recuerdo de Nayarit. De los coras y de Tepic. Apropiarme libremente de todos los pasos que ya he dado y que, carajo, seguiré dando. 
Sin duda, mi más grande patrimonio está en las gracias. En el agradecimiento de las personas que fueron y son, y las que quieren seguir siendo. 
La vida me ha otorgado una profesión más grande y más viva, más humana y más con futuro que la de un papel con mi nombre seguido de un título como ingeniero ambiental. Me ha otorgado la profesión de ser Mario Arnaldo Méndez Brilanti. y eso, está bien chido.
Falta un año de compromisos, falta jugarme un poco más el corazón. Faltan 12 meses para irme al norte y llegar al sur. Para tragarme el mundo y devolverlo mejor de cómo lo encontré. No fue suficiente, y por eso he decidido que esa y no otra, será mi profesión.  

jueves, 28 de febrero de 2013

Tierra firme


Son las 12:54, mediodía.

Llevo 69 noches navegando las aguas de mi habitación, sin suerte alguna. El agua dulce escasea y los vientos se muestran poco generosos. Recuerdo, varias lunas atrás, haber tocado tierras baldías. Mujeres sin rostro y sin sentido, en las cuales todo fruto era amargo y sus besos sabían a orín. No son buenos tiempos para ser explorador.

Son las 6:27 por la tarde.

El ocaso arriba a mi ventana. Será otro día más con el estómago crujiendo y el corazón armando un motín, aquí en el pecho. A veces pienso en amarrar una soga en mi cuello y colgarme de la verga. Otras, en saltar por la borda de mi departamento, y caer hasta el concreto del océano. Cómo puede uno dormir con tales pensamientos.

Son las 2:37 en la madrugada.

Los vientos se inquietan y empujan las velas. Y con ellos llegan tus golpes en mi puerta. Todo sucede demasiado rápido. El curso se acelera y la nave cobra fuerza. Las luces de la sala se prenden y apagan. Tus labios y manos llegan a mí por vendavales. El deseo se comienza a levantar. Propongo el rumbo de mi cuarto.

Son las 3:17 y qué diablos importa.

Vislumbro con anhelo tu cuerpo desnudo en mi cama, como un marinero, tierra firme. Las sábanas parecen ir y venir sobre tu figura. Una invitación para acercarme. Admiro tu relieve, cada altura y cada cuenca y me imagino el resbalar de cada una de las gotas de una lluvia. Anticipo el asomarme en tus rincones y el correr por tus laderas. Voy a sumergir mi rostro en el agua dulce de tu cuerpo. Y sé que ya no tendré sed.

Estos sí son buenos tiempos para ser explorador.

viernes, 22 de febrero de 2013

Mafeking

La bicicleta había quedado destrozada en un de la zanjas perimetrales y Quentin tuvo que terminar su recorrido corriendo con las piernas y brazos llenos de arañazos y cortadas obsequiadas por las piedras del suelo, con su cabello castaño despeinado, con sus ojos azules rojos y lagrimosos por el polvo. Aquél niño de cuerpo menudo y flaco tenía que entregar aquellos mensajes y reportes de inteligencia y debía de ser rápido. Ese día había amanecido demasiado pronto y demasiado sangriento. Y Quentin luchaba de la mejor forma que podía, con una bicicleta y un morral de cartero. De esta manera, aunque él hubiera preferido estar al frente, con su hermano mayor Antón, la única familia que le quedaba, y con un fusil en la mano, Quentin corrió con toda la fuerza que sus quince años le permitieron, mientras se decía a sí mismo que él también estaba peleando.
Era diecisiete de noviembre de 1899 y corría la jornada número treinta cinco de aquel asedio. El pueblo de Mafeking, en el corazón del Traansval, Sudáfrica. Hacía diez años que la región no presenciaba los derramamientos de sangre entre las tropas del imperio británico, el más grande del mundo, y aquellos colonos de origen neerlandés conocidos como afrikáners, donde los vientos del destino soplaran en favor de estos últimos. Ahora en la región solo quedaban dos pueblos en manos de la corona, Mafeking como el centro estratégico por su posición y por las vías de ferrocarril que atravesaban el pueblo, y Kimberly, la cabeza de la prelatura británica en la región. Ahora ambas eran víctimas del asedio y la venganza del Böer, como se llamaban aquellos milicianos que, a con cañón y acero, buscaban reclamar de nuevo. Quién controlara el corazón de Sudáfrica, habían dicho los altos mandos ingleses, controlaría el país entero. Y Mafeking era, después de todo, era el punto donde las arterías del ferrocarril de aquella región confluían, en el complejo de aquel pequeño pero importante emplazamiento. Pero Quentin no se preocupaba por esta cátedra de la historia del pueblo donde vivía. Quentin, en Mafeking tenía un hogar, un lugar que le había visto nacer y crecer. Era en Mafeking, donde asistía a la escuela y aprendió a leer y escribir. Donde conoció a sus amigos y hacia travesuras con ellos todos los días después de clase y se enfrentaban al bravucón de Tommy Lenkin, aquel pedante bravucón, siempre rodeado de sus lambiscones. Donde, todos los domingos, acompañaría al coro de la iglesia local con su guitarra, al lado de Antón, quien por cada vez que él se equivocara en la ejecución del acompañamiento de Gloria en el reino o Alabado el Señor y su luz, Antón le propinaría un coscorrón durante su tiempo de lección musical juntos más tarde. Pero sobre todo, también era el pueblo de Roselyn, aquella compañera que se sentaba junto a él en la lección del Mr. Shepard, el maestro de historia, y que cuando cumplió quince años, le regaló su primer beso. Este y no otro, era el mundo de Quentin, en el cual no cabían el cañón y el rifle. Qué podían importar para un niño, los designios de la oficina de un primer ministro en aquella isla lejana y el cómo se reparten el mundo los adultos. Sin embargo, aquél ejército enemigo ahí estaba, afuera de las puertas de Mafeking, con aquellos cañones y ametralladoras. Con sus siete mil hombre armados con bayonetas y odio por el inglés. El tiempo de los juegos se le había terminado a Quentin, y por las estrechas calles de tierra roja que le habían visto correr con sus amigos por las tardes, corría este niño queriendo ser hombre, hacia el cuartel de inteligencia que la milicia había instalado en la propia escuela de Mafeking.
Quentin cruzó corriendo la puerta de madera, que ya estaba abierta, y se detuvo ante aquel pesado escritorio, detrás del cual se encontraba el cabo O´Rilley. Quentin, sin aliento y muy, le saludo con su mano al estilo militar. O’Rilley soltó un bufido discreto, a manera de burla. En los ojos del cabo, se podía percibir un tono burlón de quién no toma en serio al niño frente a él. Quentin sacó la correspondencia y la depositó sobre el escritorio. 
-¿Es todo?-
-Sí, señor.-respondió el muchacho.-Son los informes de los movimientos bóer cerca del arroyo al norte. Así como los inventarios de municiones que pidió el Coronel BP.
-Muy bien, muchacho. Me encargaré de que el Coronel Baden Powell los reciba.- Respondió el cabo, haciendo énfasis en el nombre del coronel, desaprobando el uso tan informal el cual usaba Quentin, así como el resto de los mensajeros. Acostumbrados al trato tan personal que el mismo coronel había establecido con ellos. –Puedes retirarte y continuar con tus labores.- añadió el cabo mientras tomaba la correspondencia y se levantaba en dirección a la oficina del coronel.
-¿Cabo? Disculpe, pero perdí mi bicicleta en una zanja.-
-¿Qué, no la encuentras?
-Disculpe, pero no es eso. Quedó destrozada cuando caí en la zanja y tengo que repararla-
-Pues entonces, hazlo. Quedas relevado hasta que lo resuelvas.- contestó el cabo y dio media vuelta para abrir la puerta de la oficina. Quentin estiró el cuello para ver si lograba ver atisbar rastro alguno del coronel y saludarle, pero el cabo cerró la puerta en seco y lo suficientemente rápido para evitarlo.
Quentin salió al atrio de la escuela. El sol de sábado a mediodía despuntaba alto e potente. Quentin levantó el rostro y cerró los ojos. Y dejó que su mente se escapara. Escapó al no tan lejano día en que se encontraba en aquel mismo atrio formado con el resto de sus compañeros de clase. Era 11 de octubre. Frente a ellos se encontraba una docena de oficiales, que llevaban la característica casaca roja del ejército británico, y todos con los hombros coronados por las charreteras que exhiben solo los oficiales de los regimientos de caballería. Aquellos hombres eran parte del 5to. batallón de dragones reales, designado a Ciudad del Cabo, y que, ante la inminencia de las hostilidades por parte de los afrikáners, habían sido enviados por los altos mandos del ejército para organizar la defensa del pueblo y comandar unos refuerzos que habían ya, sido demorados y que por lo tanto, en Mafeking, solo se disponía de trescientos regulares, jinetes y exploradores en su mayoría, para hacer frente a un destacamento veinte veces mayor. Así compartió la situación el coronel al frente de los oficiales, con una serenidad desconcertante para los jóvenes allí presentes. El coronel se llamaba Robert Stephenson Smyth Baden-Powell. Era un hombre de baja estatura. Por lo menos, lo suficientemente baja para no evocar percepción alguna de autoridad. Pero su estatura era lo único que permitía dicha sensación. Pues tanto su voz como su profunda mirada, las cuales se desprendían de él desde detrás de uno de los mostachos más frondosos que Quentin jamás había contemplado, habían conseguido el silencio de los jóvenes. El coronel emanaba una intensidad tal, que era un intriga para Quentin, el cómo un hombre de menuda complexión como la suya, podía inspirar semejante respeto, no sólo en los niños que tenía enfrente, sino en sus hombres, todos oficiales del ejército. No tenemos hombres suficientes para defender el pueblo, había dicho el coronel. Armaremos a todos los civiles que puedan ser capaces de disparar un arma, continuaba. El servicio es requerido por todos aquellos mayores de dieciséis años de edad. Alivio y decepción habían surgido en forma de murmullos de los compañeros de Quentin. Ninguno de ellos cumplía con el requisito de edad. El coronel  los estudió en su reacción y prosiguió. La necesidad por hombres de combate será tan grande que no puedo permitir desperdiciar esfuerzos en tareas que siguen siendo importantes para sobrevivir, comentó. Por eso ustedes tendrán la oportunidad de servir a Su Majestad todavía. No pelearán pero serán mozos en los establos, serán intendentes y cocineros. Camilleros. Los más osados serán exploradores y mensajeros, pero no pelearán. Se notó cierto alivio por parte de sus compañeros, pero Quentin no podía compartir aquella sensación. Sabía lo que le deparaba a Antón. Y sabía que no podría estar al lado de su hermano.
Quentin abrió los ojos cuando se dio cuenta del silencio que se extendía a su alrededor. Sí, se escuchaban los bramidos de las bestias de carga y el relincho de los caballos. Se escuchaban el ir y venir de los habitantes y del viento entre las casas. Pero Quentin puso su atención en lo que no se escuchaba. El sonido de los disparos, de las recargas de los rifles y los gritos de los heridos se habían detenido, anunciado el fin de una jornada más de combate.
Su bicicleta estaba en la misma zanja, había sufrido un fuerte embiste al caer, y se encontraba en malas condiciones. Quentin se resignó, tardará un par de días de trabajo duro en arreglar la ruina retorcida del armazón y reponer la cadena, pero aún había esperanza de salvarla y recuperarla. Tendría que pedirle a Zula, el negro que vivía justo en los límites del barrio para nativos, con el que Quentin había establecido una amistad y relación de negocios, pues antes de la guerra y a cambio de un par de chelines por hora, Quentin acompañaba a Zula cuando éste tenía que revisar las vías en busca de polines rotos o desperfectos en las vías para ser reportados a la compañía ferroviaria.
-Jambo, ikesi-le había saludado el negro cuando Quentin fue entregarlo los fierros torcidos de su bicicleta, de camino a casa.  A Quentin le gustaba que Zula utilizara el dialecto local cuando hablaba con él, para así poder aprender también a hablarlo. Una vez de acuerdo, el muchacho se despidió y puso dirección a su casa. Con el final de los combates, el pueblo fingía volver a la normalidad. Las mujeres y los niños, y todo aquél que no participara en el esfuerzo vital de la defensa regresaban a sus casas, preparaban la cena, comían en familia y al anochecer se iban a la cama, haciendo esfuerzos monumentales para concebir el sueño. Que al cabo, el día de mañana el enemigo neerlandes seguiría afuera, y con un poco de suerte y las encomiendas del señor que todos en el pueblo hacían, los defensores aguantarían el asedio. Por eso Quentin, al llegar a casa, no se sorprendió de no encontrar a Antón. Sabía que estaría todavía cumpliendo con su deber en la milicia, y que, de nuevo, no llegaría a cenar con su pequeño hermano. Quentin se aseó con esmero. Se lavó las heridas que se había ganado con el día de batalla. Fue a la cocina y disfrutó de una cena frugal con las latas de conservas que había en la alacena. No era mucho, debido a que después del primer mes de asedio, cuando comenzaba a hacerse evidente que el ejército y los milicianos británicos aguantarían y que los bóer iban perdiendo el momentum en su campaña, los alimentos empezaron a ser racionados, pues solo sabía Dios cuánto más se mantendría la situación tal y como estaba.
Quentin, habiendo llenado el apetito, tomó su guitarra en brazos. El tacto de la madera y de las cuerdas era lo que el consideraba, una pequeña recompensa y un alivio después de un día entero en corridas sobre su bicicleta, llevando información y órdenes de un lado para el otro. Comenzó a jugar con las notas y cerró los ojos. Sus dedos comenzaron a tocar una canción familiar. Era la última canción que había estado aprendiendo con Antón, el último domingo antes de Mafeking sitiado. Mientras sus dedos discurrían sobre la melodía del primer estribillo, su mente empezó a vagar distraída de la música. Se colaban en su cabeza sonidos extraños, que después se convirtieron en murmullos que dieron paso a exclamaciones y voces de varias personas, llenas de alarma y angustia. Lo que le sorprendió es que las voces se acercaban, se acercaban en dirección a él. De repente, sonaron tres golpes fuertes y contundentes en la puerta. Había alguien afuera. Quentin dejó la guitarra y se dirigió a abrir la puerta, cuando más golpes sonaron, esta vez más alarmados. Quentin se apresuró.
Al abrir la puerta, se encontraba Rosalyn, se encontraba al frente de una turba, de la cuál formaban parte varias caras familiares, eran amigos y compañeros del cuerpo de mensajeros que había juntado el coronel BP. Quentin supo que algo no marchaba bien. Y cuando reparó en las lágrimas que resbalaban por las mejillas de Rosalyn, el miedo empezó a abrirse camino en su estómago.
-¿Quién?- preguntó Quentin, haciendo un esfuerzo porque el aire saliera por su garganta y tomara forma de pregunta.
-Es Antón-oyó decir a su amiga y sintió como los brazos de ella empezaron a rodearle. Pero el abrazo no se concretó. Quentin iba ya disparado a diez metros de distancia y sin mirar atrás. Tardó un par de minutos en llegar al hospital improvisado en el centro del pueblo, en el propio ayuntamiento de Mafeking, pues la clínica local no daba abasto para los heridos, pues si bien no eran muchos, estos no podían ser atendidos en un consultorio de tan pequeñas dimensiones.
-¿Dónde está?- disparó Quentin alarmado, a la primera enfermera que encontró.
-Tranquilícese, muchacho…-
Quentin tardó un par de minutos en poder finalmente hacerse entender con aquella enfermera, pero logró encontrar la cama con la leyenda PRIVATE MILLER, sobre la cuál reposaba el cuerpo de su hermano. Tenía el torso desnudo envuelto en un vendaje que le cubría también el hombro derecho. Una sábana blanca le cubría las piernas y el pubis. En su brazo izquierdo una gaza cubría lo que parecía ser una herida que abarcaba todo el antebrazo. Y su rostro estaba herido, otra gaza cubría su ojo izquierdo y tenía múltiple heridas en el lado izquierdo, cómo si una bestia salvaje hubiera arremetido a zarpazos contra el rostro de su hermano y su nariz. No, no era su nariz lo que se movía. Era un movimiento que empezaba en su pecho pero terminaba en su nariz, casi imperceptible. Su hermano respiraba todavía.
-Duerme, pero esta muy débil.- Quentin sintió una mano que firmemente le sujetaba el hombro derecho. Volteó y sus ojos se posaron sobre un mostacho que había visto ya varias veces antes. No solo en el atrio de la escuela, sino por las calles del pueblo. En las barricadas perimetrales gritando órdenes. Cavando zanjas junto con sus hombres. El coronel prosiguió, con un tono que como siempre, provocaba serenidad.
-Hablé con el médico, puedes pasar la noche con él. Alguien te traerá comida y agua para que te enjuagues y por la mañana…-
-¿Cómo pasó esto?- La interrupción dejó ver al coronel que Quentin estaba esforzándose mucho por no quebrarse.
-Fue alrededor de mediodía, el ataque fue más intenso que de costumbre. No lo esperábamos, pero tu hermano aguantó. Al ver que la resistencia no iba a ceder, utilizaron un mortero que alcanzó la barricada. Hubo una explosión y tu hermano no alcanzó a esquivarla. Pero ha sido muy valiente.- El coronel intentaba tranquilizar al pequeño mensajero. –Ahora tú tienes que ser valiente también-. Pero hubo algo en esas palabras que no se sentía del todo correcto.
-Es muy grave, ¿cierto?-
-Mira… Quentin. Te voy a ser honesto, porque creo que lo mereces. Me gusta hablar con los hombres a mi mando, y pude hablar con tu hermano. Conozco su historia y lo que han vivido. Los doctores dicen que fueron los trozos y las astillas de la barricada lo que le causó tanto daño. Y sí, perdió mucha sangre y estuvo muy cerca de morir. Pero también sé que tu hermano y tú han salido siempre adelante y que él es un luchador justo como su hermano menor que tengo enfrente de mí. Y él va a luchar. Y tú vas a estar aquí para él. Y si lo peor llega a ocurrir, te aseguro tendrás todo mi apoyo…-
-Entonces déjeme pelear, ya tengo quince años. Déjeme remplazar a mi hermano en las barricadas-
-Eso no será posible, muchacho. No dejaré que la razón por la que tu hermano yace aquí herido, sea en vano. Y sabes muy bien, que esa razón eres tú. Que el luchaba por que tu no tuvieras que hacerlo. Además…
-¿Además qué, coronel?- Le interrumpió Quentin. La impotencia que sentía, crecía cada vez más. Por qué no lo entendía. Él tenía que pelear, quería pelear. Su hermano estaba ahí. Había sido herido, su hermano era la única familia que le quedaba. El coronel creía comprenderle. Qué sabía él de crecer sin un padre que ya había caído en la guerra cuando él era pequeño. Qué sabía él de ver a tu hermano esforzarse todos los días por cuidar de un hermano pequeño y una madre que cada día se derrumbaba más por la perdida de su padre. Qué sabía de ver a su propia madre irse, sin dar explicación alguna. Y entonces, solo quedaban Quentin y Antón. Solos pero juntos. Y en algún momento está un ejército enemigo afuera de su pueblo y la gente comienza a disparar y a sangrar y a morir y él mismo, de aquí para allá sin poder hacer nada. Sin luchar a lado de su hermano, sin poder detener todo esto. Y cada día, y cada noche rezar, esperar, implorar porque todo esto acabe. Que sabía el coronel. Él era un soldado y esta era su guerra. Por qué tenía que ser la guerra de ellos también.
-Además, se lo prometí.-
Mafeking amanecía para ver reanudados los combates habituales. Centenares de hombres neerlandeses atormentaban las barricadas levantadas en el perímetro del pueblo. Atacaban el norte y el este, y eran repelidos por las baterías de la milicia. Atacaban por el sur y el regimiento de dragones no cedía terreno. Y la misma rutina continuaba. Los civiles del pueblo se dedicaban a sus tareas. Los mensajeros tomaban sus bicicletas para ir a despachar órdenes e informes. Las mujeres y las niñas, distribuían alimento y agua. El personal del hospital seguía atendiendo a los heridos. Así amanecía en Mafeking, cuando Roselyn entró en la galería de camas en la que iba a encontrar a Quentin. Pero la cama de Antón, ya estaba vacía. Y Quentin no estaba por ningún lado.
Rosalyn se encaminó entonces lo más pronto posible a la casa de su amigo. Encontró la puerta abierta. En el interior, le halló. Parecía calmado, mientras iba y venía por toda la casa, sin reparar en ningún momento en ella. Entonces, Quentin se detuvo y la miró. Roselyn sintió de golpe la tristeza más profunda del mundo y no tuvo que preguntar nada. Se acercó a él y lo rodeó con sus brazos. Sintió como los brazos de él respondían. Ella le dio un beso en la mejilla y le susurró un lo siento al oído. En aquel abrazo permanecieron unos momentos.
-Es domingo.- Le dijo a Roselyn –No se nos puede olvidar.- Entonces la soltó y antes de que ella pudiera decir nada, Quentin fue a la sala, tomó aquel estuche negro y salió a la calle. Roselyn se limitó a dejarle el paso libre y a seguirlo en silencio.
Llegaron a la escuela. La recorrieron varios minutos, evadiendo al personal militar y a los mensajeros, sin detenerse. Varios ahí presente, lo miraron tratando de transmitirle sus condolencias. Otros le miraban extrañados, de verle ahí y con aquél estuche en su mano. El muchacho había perdido a su hermano y debiera estar de luto en casa, por lo que nadie le interrumpía. Entonces, Quentin encontró lo que buscaba. El cubículo del director, ya en desuso debido a la situación de asedio del pueblo. Probó la puerta, estaba abierta.
Después de dos horas de escaramuzas en el perímetro exterior del pueblo y en un momento en el cual ambas facciones estaban enfrascadas en una refriega totalmente estancada, surgió un sonido agudo. Un sonido agudo que quebró el aire, sobre los disparos de rifle y los gritos de los hombres. El sonido duró un par de decenas de segundos para callar, y se repetido tres veces más. Cuando por cuarta vez, aquel sonido calló, los soldados de ambos bandos habían reconocido el sonido como aquel que surge cuando se produce la interferencia de un megáfono. Aquellos aparatos modernos que permitían amplificar las voces de una persona para que esta fuera escuchada a varios cientos de metros a la distancia. Por unos instantes, el fuego cesó.
-Abran, abran- Los golpes en la puerta de la dirección eran cada vez más fuertes. El cabo O’Rilley estaba afuera con un grupo de hombres intentando acceder al cubículo. –No pueden estar, ahí. Sal de ahí, muchacho imbécil.- Roselyn lucía desesperada. Quentin y ella habían atrancado la puerta y después él había prendido el megáfono con el que el director inauguraba los días de clases. Ella no estaba segura que era lo que iba a hacer y los soldados queriendo entrar estaban empezando a asustarla. Pero se recordaba a sí misma, que debía estar ahí para él.
Los oficiales de ambos bandos aprovecharon la confusión provocada por la interrupción del megáfono para reagrupar a las tropas. Además, estaban curiosos. Sería algún mensaje del alto mando. Era acaso la capitulación por parte del coronel Baden-Powell. Tanto el neerlandés como el inglés se hallaban en expectación total. No pasó demasiado tiempo, cuando una voz comenzó a sonar desde las instalaciones de la escuela.
-Mi nombre Quentin Miller, hermano del soldado Antón Miller, caído en acción anoche. Tengo quince años y soy mensajero. A mis compatriotas en las barricadas, y al enemigo bóer les pido escuchen lo siguiente.- Una canción empezó a inundar el aire sobre Mafeking. Era una canción hermosa y triste a la vez, que alcanzó todo el pueblo. Eran los dedos de un hombre, apenas niño horas atrás. Era una canción que había aprendido un niño, una tarde de domingo después de la misa, junto con su hermano.
El sitio de Mafeking duraría doscientos diecisiete días en total. Después de cinco semanas de combate embravecido, un domingo los ejércitos de ambos bandos suspendieron actividades de guerra. Desde entonces, cada domingo estaría acompañado de un cese al fuego, y lleno de las notas de una guitarra.




martes, 5 de febrero de 2013

Vorágine


Tengo varios días amaneciendo en la misma vorágine

tú eres eternamente ligera

fuera de cualquier alcance

y yo 

tonelaje de mí

me desplomo cada vez sobre la misma  tierra

al llegar el medio día me prendo un cigarro

y fantaseo con ser humo

flotando tenue a tu lado

evito cada comida que puedo

para no quedarme pegado al piso

al anochecer

busco hacer mi sangre un poco más delgada con alcohol

me siento un tanto más liviano, un tanto más cercano a ti

cuando cierro mis ojos para dormir

sueño

no con lo pesado ni con lo liviano

sino con que tú estés igual de jodida que yo

De cuando voy a donde sea, queriendo ir al sur


Dame un pretexto para no girar el volante. Hazme algo para poder evitar la salida que me lleve al periférico de mi propia vida. Yo sé que si me lo permites, seré hombre de diplomas y papeles, tan recto como cualquier brújula, y pasaré el resto de mis días siempre viendo el norte.

Pero si me dejas, pisaré el acelerador a fondo, con dirección al sur. A la promesa de unos días contigo. Con un poco de suerte, mi coche andará con el tanque lleno de esperanza. Con un poco de suerte, la fortuna no me cobrará peaje.

Sigo pensando en lo que voy a decirte al llegar. Probablemente no te diga nada y me limite a dejar mi cuerpo y me volveré parte del tuyo. Manos y labios, nariz y cabello. Sigo pensando que la carretera tiene por destino el calor de tu pecho.

Entonces recuerdo que soy un tarado más en el tráfico, que siempre me salgo de la López Mateos. Que todavía no me has  dado algún pretexto.