La bicicleta había quedado
destrozada en un de la zanjas perimetrales y Quentin tuvo que terminar su
recorrido corriendo con las piernas y brazos llenos de arañazos y cortadas
obsequiadas por las piedras del suelo, con su cabello castaño despeinado, con
sus ojos azules rojos y lagrimosos por el polvo. Aquél niño de cuerpo menudo y
flaco tenía que entregar aquellos mensajes y reportes de inteligencia y debía
de ser rápido. Ese día había amanecido demasiado pronto y demasiado sangriento.
Y Quentin luchaba de la mejor forma que podía, con una bicicleta y un morral de
cartero. De esta manera, aunque él hubiera preferido estar al frente, con su
hermano mayor Antón, la única familia que le quedaba, y con un fusil en la
mano, Quentin corrió con toda la fuerza que sus quince años le permitieron,
mientras se decía a sí mismo que él también estaba peleando.
Era diecisiete de noviembre de
1899 y corría la jornada número treinta cinco de aquel asedio. El pueblo de
Mafeking, en el corazón del Traansval, Sudáfrica. Hacía diez años que la región
no presenciaba los derramamientos de sangre entre las tropas del imperio
británico, el más grande del mundo, y aquellos colonos de origen neerlandés
conocidos como afrikáners, donde los vientos del destino soplaran en favor de
estos últimos. Ahora en la región solo quedaban dos pueblos en manos de la
corona, Mafeking como el centro estratégico por su posición y por las vías de
ferrocarril que atravesaban el pueblo, y Kimberly, la cabeza de la prelatura
británica en la región. Ahora ambas eran víctimas del asedio y la venganza del
Böer, como se llamaban aquellos milicianos que, a con cañón y acero, buscaban
reclamar de nuevo. Quién controlara el corazón de Sudáfrica, habían dicho los
altos mandos ingleses, controlaría el país entero. Y Mafeking era, después de
todo, era el punto donde las arterías del ferrocarril de aquella región
confluían, en el complejo de aquel pequeño pero importante emplazamiento. Pero
Quentin no se preocupaba por esta cátedra de la historia del pueblo donde
vivía. Quentin, en Mafeking tenía un hogar, un lugar que le había visto nacer y
crecer. Era en Mafeking, donde asistía a la escuela y aprendió a leer y
escribir. Donde conoció a sus amigos y hacia travesuras con ellos todos los
días después de clase y se enfrentaban al bravucón de Tommy Lenkin, aquel
pedante bravucón, siempre rodeado de sus lambiscones. Donde, todos los
domingos, acompañaría al coro de la iglesia local con su guitarra, al lado de
Antón, quien por cada vez que él se equivocara en la ejecución del
acompañamiento de Gloria en el reino o Alabado el Señor y su luz, Antón le
propinaría un coscorrón durante su tiempo de lección musical juntos más tarde.
Pero sobre todo, también era el pueblo de Roselyn, aquella compañera que se
sentaba junto a él en la lección del Mr. Shepard, el maestro de historia, y que
cuando cumplió quince años, le regaló su primer beso. Este y no otro, era el
mundo de Quentin, en el cual no cabían el cañón y el rifle. Qué podían importar
para un niño, los designios de la oficina de un primer ministro en aquella isla
lejana y el cómo se reparten el mundo los adultos. Sin embargo, aquél ejército
enemigo ahí estaba, afuera de las puertas de Mafeking, con aquellos cañones y
ametralladoras. Con sus siete mil hombre armados con bayonetas y odio por el
inglés. El tiempo de los juegos se le había terminado a Quentin, y por las
estrechas calles de tierra roja que le habían visto correr con sus amigos por
las tardes, corría este niño queriendo ser hombre, hacia el cuartel de inteligencia
que la milicia había instalado en la propia escuela de Mafeking.
Quentin cruzó corriendo la puerta
de madera, que ya estaba abierta, y se detuvo ante aquel pesado escritorio,
detrás del cual se encontraba el cabo O´Rilley. Quentin, sin aliento y muy, le
saludo con su mano al estilo militar. O’Rilley soltó un bufido discreto, a
manera de burla. En los ojos del cabo, se podía percibir un tono burlón de
quién no toma en serio al niño frente a él. Quentin sacó la correspondencia y
la depositó sobre el escritorio.
-¿Es todo?-
-Sí, señor.-respondió el
muchacho.-Son los informes de los movimientos bóer cerca del arroyo al norte.
Así como los inventarios de municiones que pidió el Coronel BP.
-Muy bien, muchacho. Me encargaré
de que el Coronel Baden Powell los reciba.- Respondió el cabo, haciendo énfasis
en el nombre del coronel, desaprobando el uso tan informal el cual usaba
Quentin, así como el resto de los mensajeros. Acostumbrados al trato tan
personal que el mismo coronel había establecido con ellos. –Puedes retirarte y
continuar con tus labores.- añadió el cabo mientras tomaba la correspondencia y
se levantaba en dirección a la oficina del coronel.
-¿Cabo? Disculpe, pero perdí mi
bicicleta en una zanja.-
-¿Qué, no la encuentras?
-Disculpe, pero no es eso. Quedó
destrozada cuando caí en la zanja y tengo que repararla-
-Pues entonces, hazlo. Quedas
relevado hasta que lo resuelvas.- contestó el cabo y dio media vuelta para
abrir la puerta de la oficina. Quentin estiró el cuello para ver si lograba ver
atisbar rastro alguno del coronel y saludarle, pero el cabo cerró la puerta en
seco y lo suficientemente rápido para evitarlo.
Quentin salió al atrio de la
escuela. El sol de sábado a mediodía despuntaba alto e potente. Quentin levantó
el rostro y cerró los ojos. Y dejó que su mente se escapara. Escapó al no tan
lejano día en que se encontraba en aquel mismo atrio formado con el resto de
sus compañeros de clase. Era 11 de octubre. Frente a ellos se encontraba una
docena de oficiales, que llevaban la característica casaca roja del ejército
británico, y todos con los hombros coronados por las charreteras que exhiben
solo los oficiales de los regimientos de caballería. Aquellos hombres eran
parte del 5to. batallón de dragones reales, designado a Ciudad del Cabo, y que,
ante la inminencia de las hostilidades por parte de los afrikáners, habían sido
enviados por los altos mandos del ejército para organizar la defensa del pueblo
y comandar unos refuerzos que habían ya, sido demorados y que por lo tanto, en
Mafeking, solo se disponía de trescientos regulares, jinetes y exploradores en
su mayoría, para hacer frente a un destacamento veinte veces mayor. Así
compartió la situación el coronel al frente de los oficiales, con una serenidad
desconcertante para los jóvenes allí presentes. El coronel se llamaba Robert
Stephenson Smyth Baden-Powell. Era un hombre de baja estatura. Por lo menos, lo
suficientemente baja para no evocar percepción alguna de autoridad. Pero su
estatura era lo único que permitía dicha sensación. Pues tanto su voz como su
profunda mirada, las cuales se desprendían de él desde detrás de uno de los
mostachos más frondosos que Quentin jamás había contemplado, habían conseguido
el silencio de los jóvenes. El coronel emanaba una intensidad tal, que era un
intriga para Quentin, el cómo un hombre de menuda complexión como la suya,
podía inspirar semejante respeto, no sólo en los niños que tenía enfrente, sino
en sus hombres, todos oficiales del ejército. No tenemos hombres suficientes
para defender el pueblo, había dicho el coronel. Armaremos a todos los civiles
que puedan ser capaces de disparar un arma, continuaba. El servicio es
requerido por todos aquellos mayores de dieciséis años de edad. Alivio y
decepción habían surgido en forma de murmullos de los compañeros de Quentin.
Ninguno de ellos cumplía con el requisito de edad. El coronel los estudió en su reacción y prosiguió. La
necesidad por hombres de combate será tan grande que no puedo permitir
desperdiciar esfuerzos en tareas que siguen siendo importantes para sobrevivir,
comentó. Por eso ustedes tendrán la oportunidad de servir a Su Majestad
todavía. No pelearán pero serán mozos en los establos, serán intendentes y
cocineros. Camilleros. Los más osados serán exploradores y mensajeros, pero no
pelearán. Se notó cierto alivio por parte de sus compañeros, pero Quentin no
podía compartir aquella sensación. Sabía lo que le deparaba a Antón. Y sabía
que no podría estar al lado de su hermano.
Quentin abrió los ojos cuando se
dio cuenta del silencio que se extendía a su alrededor. Sí, se escuchaban los
bramidos de las bestias de carga y el relincho de los caballos. Se escuchaban
el ir y venir de los habitantes y del viento entre las casas. Pero Quentin puso
su atención en lo que no se escuchaba. El sonido de los disparos, de las
recargas de los rifles y los gritos de los heridos se habían detenido,
anunciado el fin de una jornada más de combate.
Su bicicleta estaba en la misma
zanja, había sufrido un fuerte embiste al caer, y se encontraba en malas
condiciones. Quentin se resignó, tardará un par de días de trabajo duro en
arreglar la ruina retorcida del armazón y reponer la cadena, pero aún había
esperanza de salvarla y recuperarla. Tendría que pedirle a Zula, el negro que
vivía justo en los límites del barrio para nativos, con el que Quentin había
establecido una amistad y relación de negocios, pues antes de la guerra y a
cambio de un par de chelines por hora, Quentin acompañaba a Zula cuando éste
tenía que revisar las vías en busca de polines rotos o desperfectos en las vías
para ser reportados a la compañía ferroviaria.
-Jambo, ikesi-le había saludado
el negro cuando Quentin fue entregarlo los fierros torcidos de su bicicleta, de
camino a casa. A Quentin le gustaba que
Zula utilizara el dialecto local cuando hablaba con él, para así poder aprender
también a hablarlo. Una vez de acuerdo, el muchacho se despidió y puso
dirección a su casa. Con el final de los combates, el pueblo fingía volver a la
normalidad. Las mujeres y los niños, y todo aquél que no participara en el
esfuerzo vital de la defensa regresaban a sus casas, preparaban la cena, comían
en familia y al anochecer se iban a la cama, haciendo esfuerzos monumentales
para concebir el sueño. Que al cabo, el día de mañana el enemigo neerlandes
seguiría afuera, y con un poco de suerte y las encomiendas del señor que todos
en el pueblo hacían, los defensores aguantarían el asedio. Por eso Quentin, al
llegar a casa, no se sorprendió de no encontrar a Antón. Sabía que estaría
todavía cumpliendo con su deber en la milicia, y que, de nuevo, no llegaría a
cenar con su pequeño hermano. Quentin se aseó con esmero. Se lavó las heridas
que se había ganado con el día de batalla. Fue a la cocina y disfrutó de una
cena frugal con las latas de conservas que había en la alacena. No era mucho,
debido a que después del primer mes de asedio, cuando comenzaba a hacerse
evidente que el ejército y los milicianos británicos aguantarían y que los bóer
iban perdiendo el momentum en su campaña, los alimentos empezaron a ser racionados,
pues solo sabía Dios cuánto más se mantendría la situación tal y como estaba.
Quentin, habiendo llenado el
apetito, tomó su guitarra en brazos. El tacto de la madera y de las cuerdas era
lo que el consideraba, una pequeña recompensa y un alivio después de un día
entero en corridas sobre su bicicleta, llevando información y órdenes de un
lado para el otro. Comenzó a jugar con las notas y cerró los ojos. Sus dedos
comenzaron a tocar una canción familiar. Era la última canción que había estado
aprendiendo con Antón, el último domingo antes de Mafeking sitiado. Mientras
sus dedos discurrían sobre la melodía del primer estribillo, su mente empezó a
vagar distraída de la música. Se colaban en su cabeza sonidos extraños, que
después se convirtieron en murmullos que dieron paso a exclamaciones y voces de
varias personas, llenas de alarma y angustia. Lo que le sorprendió es que las
voces se acercaban, se acercaban en dirección a él. De repente, sonaron tres
golpes fuertes y contundentes en la puerta. Había alguien afuera. Quentin dejó
la guitarra y se dirigió a abrir la puerta, cuando más golpes sonaron, esta vez
más alarmados. Quentin se apresuró.
Al abrir la puerta, se encontraba
Rosalyn, se encontraba al frente de una turba, de la cuál formaban parte varias
caras familiares, eran amigos y compañeros del cuerpo de mensajeros que había
juntado el coronel BP. Quentin supo que algo no marchaba bien. Y cuando reparó
en las lágrimas que resbalaban por las mejillas de Rosalyn, el miedo empezó a
abrirse camino en su estómago.
-¿Quién?- preguntó Quentin,
haciendo un esfuerzo porque el aire saliera por su garganta y tomara forma de
pregunta.
-Es Antón-oyó decir a su amiga y
sintió como los brazos de ella empezaron a rodearle. Pero el abrazo no se
concretó. Quentin iba ya disparado a diez metros de distancia y sin mirar
atrás. Tardó un par de minutos en llegar al hospital improvisado en el centro
del pueblo, en el propio ayuntamiento de Mafeking, pues la clínica local no
daba abasto para los heridos, pues si bien no eran muchos, estos no podían ser
atendidos en un consultorio de tan pequeñas dimensiones.
-¿Dónde está?- disparó Quentin
alarmado, a la primera enfermera que encontró.
-Tranquilícese, muchacho…-
Quentin tardó un par de minutos
en poder finalmente hacerse entender con aquella enfermera, pero logró
encontrar la cama con la leyenda PRIVATE MILLER, sobre la cuál reposaba el
cuerpo de su hermano. Tenía el torso desnudo envuelto en un vendaje que le
cubría también el hombro derecho. Una sábana blanca le cubría las piernas y el
pubis. En su brazo izquierdo una gaza cubría lo que parecía ser una herida que
abarcaba todo el antebrazo. Y su rostro estaba herido, otra gaza cubría su ojo
izquierdo y tenía múltiple heridas en el lado izquierdo, cómo si una bestia
salvaje hubiera arremetido a zarpazos contra el rostro de su hermano y su
nariz. No, no era su nariz lo que se movía. Era un movimiento que empezaba en
su pecho pero terminaba en su nariz, casi imperceptible. Su hermano respiraba
todavía.
-Duerme, pero esta muy débil.-
Quentin sintió una mano que firmemente le sujetaba el hombro derecho. Volteó y
sus ojos se posaron sobre un mostacho que había visto ya varias veces antes. No
solo en el atrio de la escuela, sino por las calles del pueblo. En las
barricadas perimetrales gritando órdenes. Cavando zanjas junto con sus hombres.
El coronel prosiguió, con un tono que como siempre, provocaba serenidad.
-Hablé con el médico, puedes
pasar la noche con él. Alguien te traerá comida y agua para que te enjuagues y
por la mañana…-
-¿Cómo pasó esto?- La
interrupción dejó ver al coronel que Quentin estaba esforzándose mucho por no
quebrarse.
-Fue alrededor de mediodía, el
ataque fue más intenso que de costumbre. No lo esperábamos, pero tu hermano
aguantó. Al ver que la resistencia no iba a ceder, utilizaron un mortero que
alcanzó la barricada. Hubo una explosión y tu hermano no alcanzó a esquivarla.
Pero ha sido muy valiente.- El coronel intentaba tranquilizar al pequeño
mensajero. –Ahora tú tienes que ser valiente también-. Pero hubo algo en esas
palabras que no se sentía del todo correcto.
-Es muy grave, ¿cierto?-
-Mira… Quentin. Te voy a ser
honesto, porque creo que lo mereces. Me gusta hablar con los hombres a mi
mando, y pude hablar con tu hermano. Conozco su historia y lo que han vivido.
Los doctores dicen que fueron los trozos y las astillas de la barricada lo que
le causó tanto daño. Y sí, perdió mucha sangre y estuvo muy cerca de morir.
Pero también sé que tu hermano y tú han salido siempre adelante y que él es un
luchador justo como su hermano menor que tengo enfrente de mí. Y él va a
luchar. Y tú vas a estar aquí para él. Y si lo peor llega a ocurrir, te aseguro
tendrás todo mi apoyo…-
-Entonces déjeme pelear, ya tengo
quince años. Déjeme remplazar a mi hermano en las barricadas-
-Eso no será posible, muchacho.
No dejaré que la razón por la que tu hermano yace aquí herido, sea en vano. Y
sabes muy bien, que esa razón eres tú. Que el luchaba por que tu no tuvieras
que hacerlo. Además…
-¿Además qué, coronel?- Le
interrumpió Quentin. La impotencia que sentía, crecía cada vez más. Por qué no
lo entendía. Él tenía que pelear, quería pelear. Su hermano estaba ahí. Había
sido herido, su hermano era la única familia que le quedaba. El coronel creía
comprenderle. Qué sabía él de crecer sin un padre que ya había caído en la
guerra cuando él era pequeño. Qué sabía él de ver a tu hermano esforzarse todos
los días por cuidar de un hermano pequeño y una madre que cada día se
derrumbaba más por la perdida de su padre. Qué sabía de ver a su propia madre irse,
sin dar explicación alguna. Y entonces, solo quedaban Quentin y Antón. Solos
pero juntos. Y en algún momento está un ejército enemigo afuera de su pueblo y
la gente comienza a disparar y a sangrar y a morir y él mismo, de aquí para allá
sin poder hacer nada. Sin luchar a lado de su hermano, sin poder detener todo
esto. Y cada día, y cada noche rezar, esperar, implorar porque todo esto acabe.
Que sabía el coronel. Él era un soldado y esta era su guerra. Por qué tenía que
ser la guerra de ellos también.
-Además, se lo prometí.-
Mafeking amanecía para ver
reanudados los combates habituales. Centenares de hombres neerlandeses
atormentaban las barricadas levantadas en el perímetro del pueblo. Atacaban el
norte y el este, y eran repelidos por las baterías de la milicia. Atacaban por
el sur y el regimiento de dragones no cedía terreno. Y la misma rutina
continuaba. Los civiles del pueblo se dedicaban a sus tareas. Los mensajeros
tomaban sus bicicletas para ir a despachar órdenes e informes. Las mujeres y
las niñas, distribuían alimento y agua. El personal del hospital seguía
atendiendo a los heridos. Así amanecía en Mafeking, cuando Roselyn entró en la
galería de camas en la que iba a encontrar a Quentin. Pero la cama de Antón, ya
estaba vacía. Y Quentin no estaba por ningún lado.
Rosalyn se encaminó entonces lo
más pronto posible a la casa de su amigo. Encontró la puerta abierta. En el
interior, le halló. Parecía calmado, mientras iba y venía por toda la casa, sin
reparar en ningún momento en ella. Entonces, Quentin se detuvo y la miró. Roselyn
sintió de golpe la tristeza más profunda del mundo y no tuvo que preguntar
nada. Se acercó a él y lo rodeó con sus brazos. Sintió como los brazos de él
respondían. Ella le dio un beso en la mejilla y le susurró un lo siento al
oído. En aquel abrazo permanecieron unos momentos.
-Es domingo.- Le dijo a Roselyn
–No se nos puede olvidar.- Entonces la soltó y antes de que ella pudiera decir
nada, Quentin fue a la sala, tomó aquel estuche negro y salió a la calle.
Roselyn se limitó a dejarle el paso libre y a seguirlo en silencio.
Llegaron a la escuela. La
recorrieron varios minutos, evadiendo al personal militar y a los mensajeros,
sin detenerse. Varios ahí presente, lo miraron tratando de transmitirle sus condolencias.
Otros le miraban extrañados, de verle ahí y con aquél estuche en su mano. El
muchacho había perdido a su hermano y debiera estar de luto en casa, por lo que
nadie le interrumpía. Entonces, Quentin encontró lo que buscaba. El cubículo
del director, ya en desuso debido a la situación de asedio del pueblo. Probó la
puerta, estaba abierta.
Después de dos horas de
escaramuzas en el perímetro exterior del pueblo y en un momento en el cual
ambas facciones estaban enfrascadas en una refriega totalmente estancada,
surgió un sonido agudo. Un sonido agudo que quebró el aire, sobre los disparos
de rifle y los gritos de los hombres. El sonido duró un par de decenas de
segundos para callar, y se repetido tres veces más. Cuando por cuarta vez,
aquel sonido calló, los soldados de ambos bandos habían reconocido el sonido
como aquel que surge cuando se produce la interferencia de un megáfono.
Aquellos aparatos modernos que permitían amplificar las voces de una persona
para que esta fuera escuchada a varios cientos de metros a la distancia. Por
unos instantes, el fuego cesó.
-Abran, abran- Los golpes en la
puerta de la dirección eran cada vez más fuertes. El cabo O’Rilley estaba
afuera con un grupo de hombres intentando acceder al cubículo. –No pueden
estar, ahí. Sal de ahí, muchacho imbécil.- Roselyn lucía desesperada. Quentin y
ella habían atrancado la puerta y después él había prendido el megáfono con el
que el director inauguraba los días de clases. Ella no estaba segura que era lo
que iba a hacer y los soldados queriendo entrar estaban empezando a asustarla.
Pero se recordaba a sí misma, que debía estar ahí para él.
Los oficiales de ambos bandos
aprovecharon la confusión provocada por la interrupción del megáfono para
reagrupar a las tropas. Además, estaban curiosos. Sería algún mensaje del alto
mando. Era acaso la capitulación por parte del coronel Baden-Powell. Tanto el
neerlandés como el inglés se hallaban en expectación total. No pasó demasiado
tiempo, cuando una voz comenzó a sonar desde las instalaciones de la escuela.
-Mi nombre Quentin Miller,
hermano del soldado Antón Miller, caído en acción anoche. Tengo quince años y
soy mensajero. A mis compatriotas en las barricadas, y al enemigo bóer les pido
escuchen lo siguiente.- Una canción empezó a inundar el aire sobre Mafeking.
Era una canción hermosa y triste a la vez, que alcanzó todo el pueblo. Eran los
dedos de un hombre, apenas niño horas atrás. Era una canción que había
aprendido un niño, una tarde de domingo después de la misa, junto con su
hermano.
El sitio de Mafeking duraría
doscientos diecisiete días en total. Después de cinco semanas de combate
embravecido, un domingo los ejércitos de ambos bandos suspendieron actividades
de guerra. Desde entonces, cada domingo estaría acompañado de un cese al fuego,
y lleno de las notas de una guitarra.