Por alguna extraña razón me enamoré de él. No hubo nada
extraordinario en nuestro encuentro. Éramos todos, personas normales, era un
domingo por la mañana en el parque, no hay nada más ordinario que un domingo
por la mañana en el parque. Y sus rescatistas me contaron su historia y le vi
persiguiendo su nudo para morder y le guíe un rato, paseando. En esos momentos,
ya lo sospechaba. Pero para cuando llegué a mi casa, estaba enteramente
convencido. Algo en él, era algo mío. Era espejo. Un espejo en cuatro patas y
pelaje negro, pero espejo al fin y al rabo.
Soy sincero cuando digo que no creo en el destino, en un
resultado predeterminado de esta tirada de dados que es la vida. Pero creo en
la fortuna, creo en una predisposición del universo para que se catalicen las
acciones que poco a poco vamos procurando. Siembra y con fortuna, estarás
cosechando. En mi caso, dale like a una foto de un canino hermoso en Facebook,
hazle caso a las instrucciones, contacta a su rescatista, agenda una cita para
un paseo, y terminarás adoptando a un compañero de vida.
Y tengo que admitirlo, no creo que existiera un destino
escrito para nosotros. No hay ninguna roca metafísica en otro mundo que lea este hombre y ese perro juntos. Pero tenía
veinte años añorando una oportunidad de querer a alguien como él y la mera
fortuna que tuvimos, nos puso en el mismo parque, a la misma hora, con los
mismos amigos. Sus rescatistas, que bien pudieran haber sido los míos.
Lo digo porque considero que ambos cojeamos de la misma pata,
estamos heridos con las mismas balas. Los dos nos hemos vuelto unos discapacitados
para el cariño y amor, por lo menos, del tipo pronto y con confianza. Los nuevos
amigos son una empresa titánica. Lo viejo es lo único pero queda poco. No
estamos ancianos, pero sí cansados. Y tristes. Le pusimos mucho corazón, y
vimos nada de vuelta. De los dos no se hace ninguno. Y el tiempo. El tiempo,
dicen, lo cura todo. Yo digo que el tiempo hace que crezca algo. Una planta,
una amistad, un amor del bueno.