I got soul, but definitely not a soldier...
Quiero hablarte, no
de las mujeres, sino de la mujer. No
de cualquiera, sino de ella. Sin tomar en cuenta nombres y lugares, terminamos
sujetos a la simple esencia de las cosas. Ella es esa mujer sucediéndote por
primera vez en la vida. Nunca te has topado con alguien igual. Las demás, sin
importar el nivel de compromiso, han sido juegos y entrenamientos. Pero ella,
es las malditas olimpiadas.
Es una mujer que,
cuando la miras, es fácil decir que le provoca una erección al espíritu. Cada
fibra de tu ser se alerta. Desde el momento en que te encuentras con ella hasta
el momento de su partida, existe solo el vaivén de adrenalina más intenso que
te ha sucedido en meses. Te hace rememorar la oscuridad a contra luz de un
escenario, o la intensidad del momento justo antes de chocar sobre tu carro o,
incluso, la persecución de aquel condenado Rottweiler que, cuando se suelta, te
hace agradecer por tu par de piernas. Y por supuesto, cada vez que contemplas
su cuerpo, te preguntas por qué tus congéneres necesitaban catedrales para
adorar a Dios, teniendo tú, semejante obra enfrente.
Entonces, infatuado
por el flujo suprarrenal, te acercas a ella. No sólo en el espacio, sino en el
afecto y la palabra. Das cuenta tanto de su cojera emocional y de su nariz un
poco chueca. Haces un acercamiento a la epidermis de sus sueños y notas las
imperfecciones más comunes. Como si, ante tus ojos, el misterio de lo divino
fuera encarnando en un cuerpo tibio y dulce. Eso solo se te antoja más
excitante. Porque la belleza del universo ahora tiene forma y coincide
perfectamente con la silueta y el contenido de la mujer que tienes justo
enfrente.
Un momento después,
se convierten en dos. Tú y ella, uno junto al otro. Ella le da otro sorbo a su
cerveza y tú tratas de guardar compostura. Nunca le has dicho que te gusta,
pero confías que tu torpeza y el forzar de tus piropos te hayan delatado por
completo. La sabes mujer y te sabes aún más tímido.
Pero te aferras.
A su alrededor
suceden canciones y los amigos. Siguen pasando el tiempo y los automovilistas.
Las palabras se aventuran fuera de las bocas, el sol sigue descendiendo. Ella
se convierte en la calma sobrepuesta al estrépito en tu pecho. Te sientes
seguro, confiado. Vas a besarla en la primera oportunidad que tengas.
Todavía no.
Es viernes por la
noche y están apretados entre la multitud, viendo un concierto. Y no sabes que
ruido es más fuerte, el que se produce en el escenario, el propio de la
multitud o el ruido que se quiere escapar de tu pecho. Por primera vez en la
velada, sientes que pudieras perder el juicio, que pudieras tomarla entre tus
brazos y dejar cualquier pretexto atrás. Sobreponer tus labios a los suyos. Y
decirle lo que te has guardado desde el primer momento en que posaste tu mirada
de cachorro sobre su piel morena. Pero por alguna puñeta mental decides dejarle
los besos al azar.
Es
tarde y atraviesan la ciudad. Llegas al bar con ella de tu brazo. Saludan a las
caras conocidas y se instalan en la mesa. Ella de un lado y tú, del otro. Con
una inmensidad de cuerpos, botellas y vasos, humo de cigarro, luces y notas
musicales, de por medio. Se te antoja que ella se encuentra cada vez más lejos,
cada vez más disuelta en aquélla inmensidad que no eres tú.
Y ves, con tus ojos
de perrito, como ella se entrega por completo a la noche. Te recuerda a una
luciérnaga. Sigues buscándote
los huevos en la entrepierna, cuando llega el otro. Si, el otro. Ese bastardo
que se mira con ella de viejos amigos y que con autoridad enteramente
celestial, le pone las manos encima. Y ella acepta totalmente, carajo.
Continúan con sus malabares amorosos durante unas cuantas canciones más. Te
encuentras los huevos, los tienes hasta la garganta. El beso que debía ser tuyo
esta noche, es de alguien más.
No puedes aceptarlo.
Con los pocos dejos de dignidad que te quedan,
permites que tu ebriedad tome forma. Te acercas a ella con firmeza. Le susurras
al oído las mejores tres palabras que podrías escoger en ese momento. Ella te
mira extrañada, después de todo tú la ibas a llevar a su casa. No eres tú,
sigues hablando. Disgusto y enojo se van asomando en sus ojos. Logras hacer que
un par de lágrimas resbalen por su rostro.
Con el corazón
ebrio y dolido, te subes a tu carro. José Alfredo y Chabela te hacen compañía
con historias que bien pudieran ser canciones o bien pudieran ser la tuya. El
aire de la noche no está más frío que el amargo sabor de tu derrota. Poco a
poco, los acontecimientos minutos antes se abren paso en tu cabeza. Sí, le
dijiste que a la verga. Sí, si le dijiste que no ibas a ser el pendejo de
nadie. Pretendes que no te importa. Que sin ella estas mejor. Que para que quieres
andar jugando con golfas. Golfa, te gusta como suena. Pero te quiebras, y por
estimulo de la bebida juras que solo es una mala película de ciencia ficción.
Que mañana, igual le marcas, no a ella, sino al doctor Emmett Brown. Tomar un
DeLorean a una época donde si amanezcas en su piel.
Han pasado desde
entonces sesenta y siete días. Y sí, llevas la cuenta de todos y cada uno. No
has sabido nada de ella desde entonces.