Bienvenido. Welcome. Bienvenu. Willkommen.

Que vivimos en tiempos furiosos. Que no nos toleramos a nosotros mismos ni por un segundo. Que nos han enjaretado las ineptitudes de nuestros padres. Que nuestras naciones parecen rellenos sanitarios.
En medio de todo, yo escribo. Me siento faro ante la tenebrosa noche. Me siento falo, derechito para el cielo. Ésta es mi vida, mi carro, mi escuela, mi casa, mi trabajo. Ésta es la huella que tú, por certeza o por pereza, has decidido también acoplar a tu paso.

jueves, 28 de febrero de 2013

Tierra firme


Son las 12:54, mediodía.

Llevo 69 noches navegando las aguas de mi habitación, sin suerte alguna. El agua dulce escasea y los vientos se muestran poco generosos. Recuerdo, varias lunas atrás, haber tocado tierras baldías. Mujeres sin rostro y sin sentido, en las cuales todo fruto era amargo y sus besos sabían a orín. No son buenos tiempos para ser explorador.

Son las 6:27 por la tarde.

El ocaso arriba a mi ventana. Será otro día más con el estómago crujiendo y el corazón armando un motín, aquí en el pecho. A veces pienso en amarrar una soga en mi cuello y colgarme de la verga. Otras, en saltar por la borda de mi departamento, y caer hasta el concreto del océano. Cómo puede uno dormir con tales pensamientos.

Son las 2:37 en la madrugada.

Los vientos se inquietan y empujan las velas. Y con ellos llegan tus golpes en mi puerta. Todo sucede demasiado rápido. El curso se acelera y la nave cobra fuerza. Las luces de la sala se prenden y apagan. Tus labios y manos llegan a mí por vendavales. El deseo se comienza a levantar. Propongo el rumbo de mi cuarto.

Son las 3:17 y qué diablos importa.

Vislumbro con anhelo tu cuerpo desnudo en mi cama, como un marinero, tierra firme. Las sábanas parecen ir y venir sobre tu figura. Una invitación para acercarme. Admiro tu relieve, cada altura y cada cuenca y me imagino el resbalar de cada una de las gotas de una lluvia. Anticipo el asomarme en tus rincones y el correr por tus laderas. Voy a sumergir mi rostro en el agua dulce de tu cuerpo. Y sé que ya no tendré sed.

Estos sí son buenos tiempos para ser explorador.

viernes, 22 de febrero de 2013

Mafeking

La bicicleta había quedado destrozada en un de la zanjas perimetrales y Quentin tuvo que terminar su recorrido corriendo con las piernas y brazos llenos de arañazos y cortadas obsequiadas por las piedras del suelo, con su cabello castaño despeinado, con sus ojos azules rojos y lagrimosos por el polvo. Aquél niño de cuerpo menudo y flaco tenía que entregar aquellos mensajes y reportes de inteligencia y debía de ser rápido. Ese día había amanecido demasiado pronto y demasiado sangriento. Y Quentin luchaba de la mejor forma que podía, con una bicicleta y un morral de cartero. De esta manera, aunque él hubiera preferido estar al frente, con su hermano mayor Antón, la única familia que le quedaba, y con un fusil en la mano, Quentin corrió con toda la fuerza que sus quince años le permitieron, mientras se decía a sí mismo que él también estaba peleando.
Era diecisiete de noviembre de 1899 y corría la jornada número treinta cinco de aquel asedio. El pueblo de Mafeking, en el corazón del Traansval, Sudáfrica. Hacía diez años que la región no presenciaba los derramamientos de sangre entre las tropas del imperio británico, el más grande del mundo, y aquellos colonos de origen neerlandés conocidos como afrikáners, donde los vientos del destino soplaran en favor de estos últimos. Ahora en la región solo quedaban dos pueblos en manos de la corona, Mafeking como el centro estratégico por su posición y por las vías de ferrocarril que atravesaban el pueblo, y Kimberly, la cabeza de la prelatura británica en la región. Ahora ambas eran víctimas del asedio y la venganza del Böer, como se llamaban aquellos milicianos que, a con cañón y acero, buscaban reclamar de nuevo. Quién controlara el corazón de Sudáfrica, habían dicho los altos mandos ingleses, controlaría el país entero. Y Mafeking era, después de todo, era el punto donde las arterías del ferrocarril de aquella región confluían, en el complejo de aquel pequeño pero importante emplazamiento. Pero Quentin no se preocupaba por esta cátedra de la historia del pueblo donde vivía. Quentin, en Mafeking tenía un hogar, un lugar que le había visto nacer y crecer. Era en Mafeking, donde asistía a la escuela y aprendió a leer y escribir. Donde conoció a sus amigos y hacia travesuras con ellos todos los días después de clase y se enfrentaban al bravucón de Tommy Lenkin, aquel pedante bravucón, siempre rodeado de sus lambiscones. Donde, todos los domingos, acompañaría al coro de la iglesia local con su guitarra, al lado de Antón, quien por cada vez que él se equivocara en la ejecución del acompañamiento de Gloria en el reino o Alabado el Señor y su luz, Antón le propinaría un coscorrón durante su tiempo de lección musical juntos más tarde. Pero sobre todo, también era el pueblo de Roselyn, aquella compañera que se sentaba junto a él en la lección del Mr. Shepard, el maestro de historia, y que cuando cumplió quince años, le regaló su primer beso. Este y no otro, era el mundo de Quentin, en el cual no cabían el cañón y el rifle. Qué podían importar para un niño, los designios de la oficina de un primer ministro en aquella isla lejana y el cómo se reparten el mundo los adultos. Sin embargo, aquél ejército enemigo ahí estaba, afuera de las puertas de Mafeking, con aquellos cañones y ametralladoras. Con sus siete mil hombre armados con bayonetas y odio por el inglés. El tiempo de los juegos se le había terminado a Quentin, y por las estrechas calles de tierra roja que le habían visto correr con sus amigos por las tardes, corría este niño queriendo ser hombre, hacia el cuartel de inteligencia que la milicia había instalado en la propia escuela de Mafeking.
Quentin cruzó corriendo la puerta de madera, que ya estaba abierta, y se detuvo ante aquel pesado escritorio, detrás del cual se encontraba el cabo O´Rilley. Quentin, sin aliento y muy, le saludo con su mano al estilo militar. O’Rilley soltó un bufido discreto, a manera de burla. En los ojos del cabo, se podía percibir un tono burlón de quién no toma en serio al niño frente a él. Quentin sacó la correspondencia y la depositó sobre el escritorio. 
-¿Es todo?-
-Sí, señor.-respondió el muchacho.-Son los informes de los movimientos bóer cerca del arroyo al norte. Así como los inventarios de municiones que pidió el Coronel BP.
-Muy bien, muchacho. Me encargaré de que el Coronel Baden Powell los reciba.- Respondió el cabo, haciendo énfasis en el nombre del coronel, desaprobando el uso tan informal el cual usaba Quentin, así como el resto de los mensajeros. Acostumbrados al trato tan personal que el mismo coronel había establecido con ellos. –Puedes retirarte y continuar con tus labores.- añadió el cabo mientras tomaba la correspondencia y se levantaba en dirección a la oficina del coronel.
-¿Cabo? Disculpe, pero perdí mi bicicleta en una zanja.-
-¿Qué, no la encuentras?
-Disculpe, pero no es eso. Quedó destrozada cuando caí en la zanja y tengo que repararla-
-Pues entonces, hazlo. Quedas relevado hasta que lo resuelvas.- contestó el cabo y dio media vuelta para abrir la puerta de la oficina. Quentin estiró el cuello para ver si lograba ver atisbar rastro alguno del coronel y saludarle, pero el cabo cerró la puerta en seco y lo suficientemente rápido para evitarlo.
Quentin salió al atrio de la escuela. El sol de sábado a mediodía despuntaba alto e potente. Quentin levantó el rostro y cerró los ojos. Y dejó que su mente se escapara. Escapó al no tan lejano día en que se encontraba en aquel mismo atrio formado con el resto de sus compañeros de clase. Era 11 de octubre. Frente a ellos se encontraba una docena de oficiales, que llevaban la característica casaca roja del ejército británico, y todos con los hombros coronados por las charreteras que exhiben solo los oficiales de los regimientos de caballería. Aquellos hombres eran parte del 5to. batallón de dragones reales, designado a Ciudad del Cabo, y que, ante la inminencia de las hostilidades por parte de los afrikáners, habían sido enviados por los altos mandos del ejército para organizar la defensa del pueblo y comandar unos refuerzos que habían ya, sido demorados y que por lo tanto, en Mafeking, solo se disponía de trescientos regulares, jinetes y exploradores en su mayoría, para hacer frente a un destacamento veinte veces mayor. Así compartió la situación el coronel al frente de los oficiales, con una serenidad desconcertante para los jóvenes allí presentes. El coronel se llamaba Robert Stephenson Smyth Baden-Powell. Era un hombre de baja estatura. Por lo menos, lo suficientemente baja para no evocar percepción alguna de autoridad. Pero su estatura era lo único que permitía dicha sensación. Pues tanto su voz como su profunda mirada, las cuales se desprendían de él desde detrás de uno de los mostachos más frondosos que Quentin jamás había contemplado, habían conseguido el silencio de los jóvenes. El coronel emanaba una intensidad tal, que era un intriga para Quentin, el cómo un hombre de menuda complexión como la suya, podía inspirar semejante respeto, no sólo en los niños que tenía enfrente, sino en sus hombres, todos oficiales del ejército. No tenemos hombres suficientes para defender el pueblo, había dicho el coronel. Armaremos a todos los civiles que puedan ser capaces de disparar un arma, continuaba. El servicio es requerido por todos aquellos mayores de dieciséis años de edad. Alivio y decepción habían surgido en forma de murmullos de los compañeros de Quentin. Ninguno de ellos cumplía con el requisito de edad. El coronel  los estudió en su reacción y prosiguió. La necesidad por hombres de combate será tan grande que no puedo permitir desperdiciar esfuerzos en tareas que siguen siendo importantes para sobrevivir, comentó. Por eso ustedes tendrán la oportunidad de servir a Su Majestad todavía. No pelearán pero serán mozos en los establos, serán intendentes y cocineros. Camilleros. Los más osados serán exploradores y mensajeros, pero no pelearán. Se notó cierto alivio por parte de sus compañeros, pero Quentin no podía compartir aquella sensación. Sabía lo que le deparaba a Antón. Y sabía que no podría estar al lado de su hermano.
Quentin abrió los ojos cuando se dio cuenta del silencio que se extendía a su alrededor. Sí, se escuchaban los bramidos de las bestias de carga y el relincho de los caballos. Se escuchaban el ir y venir de los habitantes y del viento entre las casas. Pero Quentin puso su atención en lo que no se escuchaba. El sonido de los disparos, de las recargas de los rifles y los gritos de los heridos se habían detenido, anunciado el fin de una jornada más de combate.
Su bicicleta estaba en la misma zanja, había sufrido un fuerte embiste al caer, y se encontraba en malas condiciones. Quentin se resignó, tardará un par de días de trabajo duro en arreglar la ruina retorcida del armazón y reponer la cadena, pero aún había esperanza de salvarla y recuperarla. Tendría que pedirle a Zula, el negro que vivía justo en los límites del barrio para nativos, con el que Quentin había establecido una amistad y relación de negocios, pues antes de la guerra y a cambio de un par de chelines por hora, Quentin acompañaba a Zula cuando éste tenía que revisar las vías en busca de polines rotos o desperfectos en las vías para ser reportados a la compañía ferroviaria.
-Jambo, ikesi-le había saludado el negro cuando Quentin fue entregarlo los fierros torcidos de su bicicleta, de camino a casa.  A Quentin le gustaba que Zula utilizara el dialecto local cuando hablaba con él, para así poder aprender también a hablarlo. Una vez de acuerdo, el muchacho se despidió y puso dirección a su casa. Con el final de los combates, el pueblo fingía volver a la normalidad. Las mujeres y los niños, y todo aquél que no participara en el esfuerzo vital de la defensa regresaban a sus casas, preparaban la cena, comían en familia y al anochecer se iban a la cama, haciendo esfuerzos monumentales para concebir el sueño. Que al cabo, el día de mañana el enemigo neerlandes seguiría afuera, y con un poco de suerte y las encomiendas del señor que todos en el pueblo hacían, los defensores aguantarían el asedio. Por eso Quentin, al llegar a casa, no se sorprendió de no encontrar a Antón. Sabía que estaría todavía cumpliendo con su deber en la milicia, y que, de nuevo, no llegaría a cenar con su pequeño hermano. Quentin se aseó con esmero. Se lavó las heridas que se había ganado con el día de batalla. Fue a la cocina y disfrutó de una cena frugal con las latas de conservas que había en la alacena. No era mucho, debido a que después del primer mes de asedio, cuando comenzaba a hacerse evidente que el ejército y los milicianos británicos aguantarían y que los bóer iban perdiendo el momentum en su campaña, los alimentos empezaron a ser racionados, pues solo sabía Dios cuánto más se mantendría la situación tal y como estaba.
Quentin, habiendo llenado el apetito, tomó su guitarra en brazos. El tacto de la madera y de las cuerdas era lo que el consideraba, una pequeña recompensa y un alivio después de un día entero en corridas sobre su bicicleta, llevando información y órdenes de un lado para el otro. Comenzó a jugar con las notas y cerró los ojos. Sus dedos comenzaron a tocar una canción familiar. Era la última canción que había estado aprendiendo con Antón, el último domingo antes de Mafeking sitiado. Mientras sus dedos discurrían sobre la melodía del primer estribillo, su mente empezó a vagar distraída de la música. Se colaban en su cabeza sonidos extraños, que después se convirtieron en murmullos que dieron paso a exclamaciones y voces de varias personas, llenas de alarma y angustia. Lo que le sorprendió es que las voces se acercaban, se acercaban en dirección a él. De repente, sonaron tres golpes fuertes y contundentes en la puerta. Había alguien afuera. Quentin dejó la guitarra y se dirigió a abrir la puerta, cuando más golpes sonaron, esta vez más alarmados. Quentin se apresuró.
Al abrir la puerta, se encontraba Rosalyn, se encontraba al frente de una turba, de la cuál formaban parte varias caras familiares, eran amigos y compañeros del cuerpo de mensajeros que había juntado el coronel BP. Quentin supo que algo no marchaba bien. Y cuando reparó en las lágrimas que resbalaban por las mejillas de Rosalyn, el miedo empezó a abrirse camino en su estómago.
-¿Quién?- preguntó Quentin, haciendo un esfuerzo porque el aire saliera por su garganta y tomara forma de pregunta.
-Es Antón-oyó decir a su amiga y sintió como los brazos de ella empezaron a rodearle. Pero el abrazo no se concretó. Quentin iba ya disparado a diez metros de distancia y sin mirar atrás. Tardó un par de minutos en llegar al hospital improvisado en el centro del pueblo, en el propio ayuntamiento de Mafeking, pues la clínica local no daba abasto para los heridos, pues si bien no eran muchos, estos no podían ser atendidos en un consultorio de tan pequeñas dimensiones.
-¿Dónde está?- disparó Quentin alarmado, a la primera enfermera que encontró.
-Tranquilícese, muchacho…-
Quentin tardó un par de minutos en poder finalmente hacerse entender con aquella enfermera, pero logró encontrar la cama con la leyenda PRIVATE MILLER, sobre la cuál reposaba el cuerpo de su hermano. Tenía el torso desnudo envuelto en un vendaje que le cubría también el hombro derecho. Una sábana blanca le cubría las piernas y el pubis. En su brazo izquierdo una gaza cubría lo que parecía ser una herida que abarcaba todo el antebrazo. Y su rostro estaba herido, otra gaza cubría su ojo izquierdo y tenía múltiple heridas en el lado izquierdo, cómo si una bestia salvaje hubiera arremetido a zarpazos contra el rostro de su hermano y su nariz. No, no era su nariz lo que se movía. Era un movimiento que empezaba en su pecho pero terminaba en su nariz, casi imperceptible. Su hermano respiraba todavía.
-Duerme, pero esta muy débil.- Quentin sintió una mano que firmemente le sujetaba el hombro derecho. Volteó y sus ojos se posaron sobre un mostacho que había visto ya varias veces antes. No solo en el atrio de la escuela, sino por las calles del pueblo. En las barricadas perimetrales gritando órdenes. Cavando zanjas junto con sus hombres. El coronel prosiguió, con un tono que como siempre, provocaba serenidad.
-Hablé con el médico, puedes pasar la noche con él. Alguien te traerá comida y agua para que te enjuagues y por la mañana…-
-¿Cómo pasó esto?- La interrupción dejó ver al coronel que Quentin estaba esforzándose mucho por no quebrarse.
-Fue alrededor de mediodía, el ataque fue más intenso que de costumbre. No lo esperábamos, pero tu hermano aguantó. Al ver que la resistencia no iba a ceder, utilizaron un mortero que alcanzó la barricada. Hubo una explosión y tu hermano no alcanzó a esquivarla. Pero ha sido muy valiente.- El coronel intentaba tranquilizar al pequeño mensajero. –Ahora tú tienes que ser valiente también-. Pero hubo algo en esas palabras que no se sentía del todo correcto.
-Es muy grave, ¿cierto?-
-Mira… Quentin. Te voy a ser honesto, porque creo que lo mereces. Me gusta hablar con los hombres a mi mando, y pude hablar con tu hermano. Conozco su historia y lo que han vivido. Los doctores dicen que fueron los trozos y las astillas de la barricada lo que le causó tanto daño. Y sí, perdió mucha sangre y estuvo muy cerca de morir. Pero también sé que tu hermano y tú han salido siempre adelante y que él es un luchador justo como su hermano menor que tengo enfrente de mí. Y él va a luchar. Y tú vas a estar aquí para él. Y si lo peor llega a ocurrir, te aseguro tendrás todo mi apoyo…-
-Entonces déjeme pelear, ya tengo quince años. Déjeme remplazar a mi hermano en las barricadas-
-Eso no será posible, muchacho. No dejaré que la razón por la que tu hermano yace aquí herido, sea en vano. Y sabes muy bien, que esa razón eres tú. Que el luchaba por que tu no tuvieras que hacerlo. Además…
-¿Además qué, coronel?- Le interrumpió Quentin. La impotencia que sentía, crecía cada vez más. Por qué no lo entendía. Él tenía que pelear, quería pelear. Su hermano estaba ahí. Había sido herido, su hermano era la única familia que le quedaba. El coronel creía comprenderle. Qué sabía él de crecer sin un padre que ya había caído en la guerra cuando él era pequeño. Qué sabía él de ver a tu hermano esforzarse todos los días por cuidar de un hermano pequeño y una madre que cada día se derrumbaba más por la perdida de su padre. Qué sabía de ver a su propia madre irse, sin dar explicación alguna. Y entonces, solo quedaban Quentin y Antón. Solos pero juntos. Y en algún momento está un ejército enemigo afuera de su pueblo y la gente comienza a disparar y a sangrar y a morir y él mismo, de aquí para allá sin poder hacer nada. Sin luchar a lado de su hermano, sin poder detener todo esto. Y cada día, y cada noche rezar, esperar, implorar porque todo esto acabe. Que sabía el coronel. Él era un soldado y esta era su guerra. Por qué tenía que ser la guerra de ellos también.
-Además, se lo prometí.-
Mafeking amanecía para ver reanudados los combates habituales. Centenares de hombres neerlandeses atormentaban las barricadas levantadas en el perímetro del pueblo. Atacaban el norte y el este, y eran repelidos por las baterías de la milicia. Atacaban por el sur y el regimiento de dragones no cedía terreno. Y la misma rutina continuaba. Los civiles del pueblo se dedicaban a sus tareas. Los mensajeros tomaban sus bicicletas para ir a despachar órdenes e informes. Las mujeres y las niñas, distribuían alimento y agua. El personal del hospital seguía atendiendo a los heridos. Así amanecía en Mafeking, cuando Roselyn entró en la galería de camas en la que iba a encontrar a Quentin. Pero la cama de Antón, ya estaba vacía. Y Quentin no estaba por ningún lado.
Rosalyn se encaminó entonces lo más pronto posible a la casa de su amigo. Encontró la puerta abierta. En el interior, le halló. Parecía calmado, mientras iba y venía por toda la casa, sin reparar en ningún momento en ella. Entonces, Quentin se detuvo y la miró. Roselyn sintió de golpe la tristeza más profunda del mundo y no tuvo que preguntar nada. Se acercó a él y lo rodeó con sus brazos. Sintió como los brazos de él respondían. Ella le dio un beso en la mejilla y le susurró un lo siento al oído. En aquel abrazo permanecieron unos momentos.
-Es domingo.- Le dijo a Roselyn –No se nos puede olvidar.- Entonces la soltó y antes de que ella pudiera decir nada, Quentin fue a la sala, tomó aquel estuche negro y salió a la calle. Roselyn se limitó a dejarle el paso libre y a seguirlo en silencio.
Llegaron a la escuela. La recorrieron varios minutos, evadiendo al personal militar y a los mensajeros, sin detenerse. Varios ahí presente, lo miraron tratando de transmitirle sus condolencias. Otros le miraban extrañados, de verle ahí y con aquél estuche en su mano. El muchacho había perdido a su hermano y debiera estar de luto en casa, por lo que nadie le interrumpía. Entonces, Quentin encontró lo que buscaba. El cubículo del director, ya en desuso debido a la situación de asedio del pueblo. Probó la puerta, estaba abierta.
Después de dos horas de escaramuzas en el perímetro exterior del pueblo y en un momento en el cual ambas facciones estaban enfrascadas en una refriega totalmente estancada, surgió un sonido agudo. Un sonido agudo que quebró el aire, sobre los disparos de rifle y los gritos de los hombres. El sonido duró un par de decenas de segundos para callar, y se repetido tres veces más. Cuando por cuarta vez, aquel sonido calló, los soldados de ambos bandos habían reconocido el sonido como aquel que surge cuando se produce la interferencia de un megáfono. Aquellos aparatos modernos que permitían amplificar las voces de una persona para que esta fuera escuchada a varios cientos de metros a la distancia. Por unos instantes, el fuego cesó.
-Abran, abran- Los golpes en la puerta de la dirección eran cada vez más fuertes. El cabo O’Rilley estaba afuera con un grupo de hombres intentando acceder al cubículo. –No pueden estar, ahí. Sal de ahí, muchacho imbécil.- Roselyn lucía desesperada. Quentin y ella habían atrancado la puerta y después él había prendido el megáfono con el que el director inauguraba los días de clases. Ella no estaba segura que era lo que iba a hacer y los soldados queriendo entrar estaban empezando a asustarla. Pero se recordaba a sí misma, que debía estar ahí para él.
Los oficiales de ambos bandos aprovecharon la confusión provocada por la interrupción del megáfono para reagrupar a las tropas. Además, estaban curiosos. Sería algún mensaje del alto mando. Era acaso la capitulación por parte del coronel Baden-Powell. Tanto el neerlandés como el inglés se hallaban en expectación total. No pasó demasiado tiempo, cuando una voz comenzó a sonar desde las instalaciones de la escuela.
-Mi nombre Quentin Miller, hermano del soldado Antón Miller, caído en acción anoche. Tengo quince años y soy mensajero. A mis compatriotas en las barricadas, y al enemigo bóer les pido escuchen lo siguiente.- Una canción empezó a inundar el aire sobre Mafeking. Era una canción hermosa y triste a la vez, que alcanzó todo el pueblo. Eran los dedos de un hombre, apenas niño horas atrás. Era una canción que había aprendido un niño, una tarde de domingo después de la misa, junto con su hermano.
El sitio de Mafeking duraría doscientos diecisiete días en total. Después de cinco semanas de combate embravecido, un domingo los ejércitos de ambos bandos suspendieron actividades de guerra. Desde entonces, cada domingo estaría acompañado de un cese al fuego, y lleno de las notas de una guitarra.




martes, 5 de febrero de 2013

Vorágine


Tengo varios días amaneciendo en la misma vorágine

tú eres eternamente ligera

fuera de cualquier alcance

y yo 

tonelaje de mí

me desplomo cada vez sobre la misma  tierra

al llegar el medio día me prendo un cigarro

y fantaseo con ser humo

flotando tenue a tu lado

evito cada comida que puedo

para no quedarme pegado al piso

al anochecer

busco hacer mi sangre un poco más delgada con alcohol

me siento un tanto más liviano, un tanto más cercano a ti

cuando cierro mis ojos para dormir

sueño

no con lo pesado ni con lo liviano

sino con que tú estés igual de jodida que yo

De cuando voy a donde sea, queriendo ir al sur


Dame un pretexto para no girar el volante. Hazme algo para poder evitar la salida que me lleve al periférico de mi propia vida. Yo sé que si me lo permites, seré hombre de diplomas y papeles, tan recto como cualquier brújula, y pasaré el resto de mis días siempre viendo el norte.

Pero si me dejas, pisaré el acelerador a fondo, con dirección al sur. A la promesa de unos días contigo. Con un poco de suerte, mi coche andará con el tanque lleno de esperanza. Con un poco de suerte, la fortuna no me cobrará peaje.

Sigo pensando en lo que voy a decirte al llegar. Probablemente no te diga nada y me limite a dejar mi cuerpo y me volveré parte del tuyo. Manos y labios, nariz y cabello. Sigo pensando que la carretera tiene por destino el calor de tu pecho.

Entonces recuerdo que soy un tarado más en el tráfico, que siempre me salgo de la López Mateos. Que todavía no me has  dado algún pretexto.