Son las 12:54, mediodía.
Llevo 69 noches navegando las
aguas de mi habitación, sin suerte alguna. El agua dulce escasea y los vientos
se muestran poco generosos. Recuerdo, varias lunas atrás, haber tocado tierras
baldías. Mujeres sin rostro y sin sentido, en las cuales todo fruto era amargo
y sus besos sabían a orín. No son buenos tiempos para ser explorador.
Son las 6:27 por la tarde.
El ocaso arriba a mi ventana.
Será otro día más con el estómago crujiendo y el corazón armando un motín, aquí
en el pecho. A veces pienso en amarrar una soga en mi cuello y colgarme de la
verga. Otras, en saltar por la borda de mi departamento, y caer hasta el
concreto del océano. Cómo puede uno dormir con tales pensamientos.
Son las 2:37 en la madrugada.
Los vientos se inquietan y
empujan las velas. Y con ellos llegan tus golpes en mi puerta. Todo sucede
demasiado rápido. El curso se acelera y la nave cobra fuerza. Las luces de la
sala se prenden y apagan. Tus labios y manos llegan a mí por vendavales. El
deseo se comienza a levantar. Propongo el rumbo de mi cuarto.
Son las 3:17 y qué diablos
importa.
Vislumbro con anhelo tu cuerpo desnudo en mi cama, como un
marinero, tierra firme. Las sábanas parecen ir y venir sobre tu figura. Una
invitación para acercarme. Admiro tu relieve, cada altura y cada cuenca y me
imagino el resbalar de cada una de las gotas de una lluvia. Anticipo el
asomarme en tus rincones y el correr por tus laderas. Voy a sumergir mi rostro
en el agua dulce de tu cuerpo. Y sé que ya no tendré sed.
Estos sí son buenos tiempos para ser explorador.
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